Olympo

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El hombre fijó la vista en Andrés y Andrea, que también lo miraron fijamente.

De forma inesperada, dos muchachas rodearon al sospechoso. Una le tapó los ojos y la otra, poniéndole un vaso de algún mejunje en los labios, le dijo: vamos, bebe, Paco, bebe, repetía.

Andrés y Andrea reían:

—Es que estamos obsesionados con tantas rayas que ya...—opinó Andrea.

Andrés cambió su expresión por una mucho más seria:

—Andrea, ahora sí es cierto; mira allí, dos, y otro más en la verja, y allí ¿ves? Todos van vestidos igual, como los de las motos acuáticas.

Los hombres del Olympo divisaron entre la multitud a Andrés y a su compañera. Enseguida, se hicieron una señal entre ellos y salieron corriendo hacia el objetivo.

—Oh-oh, vámonos, Andrea.

Mientras se marchaba, Andrés trataba de disculparse:

—Perdonadnos, nos tenemos que ir. Esos tipos que corren hacia aquí no vienen a darnos la mano precisamente, adiós.

Todos los rostros del grupo, asombrados y con la boca abierta, vieron cómo los dos primos huían en dirección al interior de la casa.

Desde el fondo, se escuchaba a Ernesto que soltaba unas palabras tras otras como si le hubieran dado cuerda.

—Claaaaro, los raptores de su tío, y buscan la máquina simplificadora de la que salió Andrea y la policía va a la cabaña del tío porque Andrés les ha dicho que había contrabandistas, pero no es eso, es que...

—Cállate, Ernesto, tenemos que hacer algo. Estos tipos no tienen buena pinta —dijo Yoli.

Uno de los hombres del Olympo, en la carrera, tropezó con una pareja que bailaba en la pista de baile, y los tres se cayeron al suelo. Al levantarse, el muchacho agarró por el hombro al ocupado perseguidor, le dio la vuelta y le golpeó con el puño en la cara con tal fuerza que lo mandó sobre un motón de vasos, botellas, copas y cubiteras que había sobre una de las mesitas con ruedas que se utilizan para estas ocasiones. La mesita, por el impulso, comenzó a rodar por una pequeña pendiente que comunicaba el ambiente terraza-jardín con el de la piscina. Al bajar, fue tomando velocidad convirtiéndose en una máquina atropecha invitados.

En su huida hacia adelante, el carrito descontrolado chocó contra una frágil construcción de madera, donde el padre de Emilia guardaba la yegua que le iba a regalar a su hija por su cumpleaños.

La yegua, asustada, corría y daba brincos a lo largo y ancho de todo el espacio que cobijaba la fiesta. Los asistentes, asustados, se arremolinaban en los rincones aplastándose unos contra otros. Los más osados trataron de detenerla. Hubo uno que se montó en ella intentando domarla, pero no resistió mucho tiempo las sacudidas en forma de olas con las que la yegua lo obsequiaba; esta, en su ir y venir, se enganchó con una tira de farolillos que, al estar encadenados, terminó arrastrando todo el tinglado de luces, que se vino abajo provocando un traqueteo de bombillas que explotaban al caer contra el suelo.

El caos, de nuevo, hizo acto de presencia en esta historia. Cuando en una reunión comienza una pelea, todo el mundo acaba involucrado: el joven que golpeó al hombre del Olympo (que fue a parar contra el carrito, como ya saben) fue asaltado a continuación por dos hombres de la organización que se abalanzaron inmediatamente sobre él; como consecuencia de este hecho, varios amigos del joven acudieron en su ayuda; uno de ellos, al retroceder el brazo para golpear, tocó levemente el brazo de otro que estaba de espaldas intentando servirse la bebida; desafortunadamente, esta fue a parar a la falda de la chica con la que el chico intentaba ligar; esta le dio una bofetada, este un puñetazo al hombre que le había empujado, los que creyeron que el hombre estaba ayudando a los del Olympo golpearon a este último, los que vieron por qué había pegado al chico que estaba ayudando al otro joven que golpeó al hombre del Olympo por primera vez y creyeron que esto era injusto, les pegaron a estos, y estos les respondieron, y el lío ya estaba formado. Nadie sabía a quién pegaba realmente y mucho menos por qué, pero lo cierto es que los muy cafres estaban divirtiéndose de lo lindo o, al menos, eso parecía.

Emilia estaba comiéndose el mantel de una de las mesas. Con él entre los dientes, mi fiesta, mi fiesta, repetía sollozando mientras las empanadillas, canapés y demás delicatessen volaban por los aires; la tarta de cumpleaños fue reclutada por Guille para lanzársela a la cara a un perseguidor de Andrés y Andrea, los cuales habían aprovechado el tumulto para escapar.

Cuando Andrés y Andrea lograron salir de la casa, un coche se les vino encima. Era Aro. Al verlo, Andrés cayó de bruces al suelo. Aro no se esperaba esto y supo que era demasiado tarde y que el coche atropellaría a Andrés. Pero Andrea no se rindió y, de un salto, agarró la mano de Andrés, y este, en el último milisegundo se introdujo en el cuerpo de Andrea.

Por el lugar que antes ocupara el cuerpo de Andrés, pasaron las ruedas del coche de Aro a toda velocidad. Con un fuerte derrape, Aro giró el coche y lo frenó, salió de él rápidamente y apuntó con su arma al cuerpo de Andrea, que permanecía allí, en pie, completamente inmóvil y mirando fijamente a Aro.

Aro disparó, Andrea se derrumbó y, a la vez, se derrumbó Andrés separándose del cuerpo de Andrea. Varios hombres del Olympo se acercaron.

—Les he disparado una carga somnífera, atadlos e introducirlos en el coche, —ordenó Aro.

La máquina de los abominablesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora