Presumiblemente

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Aro cerró bien los candados de la jaula. Una grúa pórtico la elevó automáticamente y la dirigió hacia el enorme hangar del que colgaban innumerables jaulas.

Varios metros bajo estas, un gran acuario-piscina ocupaba toda la superficie del hangar. En el lado derecho, había una puerta de grandes dimensiones que, presumiblemente, daba al mar.

Asustados, Andrés y Andrea se aferraban a los barrotes, mientras veían cómo el agua pasaba bajo sus pies.

Cuando las jaulas terminaron de subir, Andrés miró lo que había en las jaulas contiguas.

—Vaaaya, parece que aquí no funciona muy bien la máquina genético-simplificadora, fíjate en esto Andrea... ¿Andrea? ¿Qué te ocurre?

—Esa Dominoe, con esas dos grandes... Si pudiera la...

—Pero, Andrea —dijo Andrés—, deja eso ya. Dominoe es el más pequeño de tus problemas en este momento, te lo aseguro, mira a tu alrededor aunque sea solo un instante.

Andrea vió cómo cada jaula estaba habitada por unos animales muy extraños.

Los llamaremos animales aunque jamás se haya conocido nunca, desde que el mundo es mundo, un mono que ladre, un ratón que vuele con alas de lechuza o un perezoso con el cuerpo de una hiena.

Del acuario, se elevó la cabeza de una jirafa que comenzó a mirarlos. Ellos también la miraban tan extrañados como ella; su sorpresa aumentó aún más al darse cuenta de que la cabeza procedía del enorme cuerpo de una tortuga. Al ratito, los cocodrilos se acercaron a la jira-tortuga y, al abrir sus fauces, gritaron beee, beee. ¿Cómo podríamos llamar a estos seres? ¿Cocovejas?

De repente, todas estas siniestras criaturas, los abominables, se espantaron con el ruido de un imponente rugido.

Un gigantesco tiburón con enormes melenas de león saltó del acuario y golpeó con su hocico la jaula, e hizo que esta se bamboleara peligrosamente aumentando el nerviosismo y la algarabía de los demás abominables.

Aún sudoroso por el susto, Andrés se percató de la existencia de dos delfines aparentemente normales.

—Vale, de acuerdo —afirmó Andrés como si estuviera conversando con alguien.

Después, se hizo un poco de sangre en el dedo con una de las aristas de la jaula y la dejó caer al agua. Entonces, el tibuleón se volvió loco.

—Pero, ¿qué haces? ¿Estás tonto o qué?

—Agárrate fuerte, esto va a ser muy movidito.

El tibuleón, empezó a saltar una y otra vez, golpeando violentamente la jaula hasta llegar a doblar los barrotes.

Las jaulas contiguas empezaron también a golpearse unas con otras. Se formó un gran estruendo que alertó a los hombres de Aro, los cuales aparecieron en lo alto del hangar armados con sus metralletas.

El tibuleón, con sus golpes de hocico, consiguió finalmente descolgar la jaula del garfio que lo sujetaba, y esta cayó al agua.

Andrea y Andrés, una vez sumergidos, salieron entre los barrotes doblados hacia la superficie y comenzaron a nadar. El tibuleón se acercaba a gran velocidad.

Para colmo, a causa del bamboleo, un sinfín de jaulas comenzaron a descolgarse los ganchos. Algunos hombres de Aro se tiraron al agua y otros comenzaron a disparar.

—Tienes que agarrarte a los delfines, ellos me lo han dicho, ¡vamos!

—¿Qué?

—A los delfi...

A Andrea no le dio tiempo ni siquiera a terminar la frase cuando uno de los delfines ya la estaba subiendo a sus lomos. El otro hizo lo mismo con Andrés.

Raudos y veloces, los mamíferos tomaron distancia del tibuleón y esquivaron hábilmente la lluvia de disparos y de jaulas que iban cayendo de lo alto del hangar.

Los cuatro se dirigían a la compuerta, donde había cuatro interruptores, cada uno situado en una esquina. Los delfines se encargaron de los interruptores de abajo, y Andrés y Andrea de los de arriba, a los que llegaron subiendo por las escalinatas que flanqueaban la compuerta.

Cuando los cuatro estuvieron preparados, pulsaron sincronizadamente los interruptores y, al momento, las compuertas comenzaron pesadamente a abrirse.

El agua del acuario comenzó a precipitarse hacia el mar vaciándose en él como una sonora cascada.

—¡Todos fuera! ¡A las lanchas! —Gritaban los hombres de Aro.

—Ahora, ¡salta! —Andrés y Andrea saltaron arrastrados por la gran cascada..

Algunos hombres de Aro que se habían tirado al agua para impedir que los chicos salieran, se veían ahora las caras en buena lid con el tibuleón, que se interponía en su camino dando unos coletazos terribles en la poca agua que quedaba.

Para más inri, como se dice por ahí, el resto de los abominables, libres de su enjaulamiento, correteaban en todas direcciones por una piscina ya completamente vacía y sembrando el caos por doquier.

Arriba en la única jaula que no se había descolgado, el perezohiena observaba toda la escena riéndose con malicia, al más puro estilo del jóker de Batman, como si él hubiera sido el causante de todo.

La máquina de los abominablesWhere stories live. Discover now