Surcar

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Surcaba Aro la calle donde se encontraban la plazoleta, los bares y la entrada principal del mercado cuando arrojó al aire todos los billetes que había robado.

Dominoe esperó a ver pasar a Aro para soltar el freno de mano del camión de aves; este cogió velocidad por la pendiente en dirección a varios puestos de frutas y verduras contra los que se estrelló.

El paso a los motoristas y a cualquiera que quisiera seguir a Aro quedó completamente cortado.

Se había formado una verdadera argamasa de motoristas tirados por los suelos, entre pepinos, ciruelas y melones.

Los transeúntes se arremolinaban tras los billetes caídos en el suelo o los que estaban aún sobrevolando los aires.

Los policías tocaban furiosamente sus silbatos sin saber a quién detener.

Gallinas y pavos salidos de sus jaulas revoloteaban atemorizados sin saber dónde huir.

Aquí se veía a un motorista con el casco metido entre los barrotes de madera de una jaula del camión y sin poder sacar la cabeza; allá, al tendero robado pegándose con los que cogían sus billetes; por este otro lado, al conductor del camión, que discutía con los dueños de los puestos destrozados y que terminó con una sandía estrujada en la cabeza.

Por el lado de más allá, un policía intentaba detener a una señora mayor que había cogido un billete de cincuenta euros y que no paraba de golpearle con el bolso mientras gritaba Policía Represión, Policía Represión.

Los camareros abandonaron sus bandejas y se afanaron en la caza de algún billete volador.

Algunos clientes avispados aprovecharon para largarse sin pagar.

Los motoristas no paraban de levantarse y de volver a resbalar en un suelo lleno de frutas despachurradas.

El comerciante de aves y sus asalariados corrían tras sus animales intentando reunirlos, pero cuando al fin cogían una gallina, se les escapaba otra ya cazada...

Cómo acabó este desbarajuste, no lo sé, ya que mi mirada buscaba Andrea (aunque te sorprenda, solo tengo dos ojos).

Andrea había conseguido atravesar el revoltijo de la plazoleta y caminaba en busca de un sitio neutro, fuera de peligro.

—Debo avisar a Andrés –se dijo–. Ese tipo me parece peligroso.

—Debo pensar algo rápido... Ya está.

Un apuesto joven se encontraba aparcando una magnífica moto BMWK100 frente a un alto edificio, muy cerca de donde ella se encontraba.

Andrea cogió una pesada figura de granito que adornaba la entrada del edificio, la metió en su cesta y la cubrió con las frutas que llevaba. Después, entró en el ascensor y marcó planta 1 y la planta 12.

El inmueble apenas registraba movimiento de la vecindad que allí vivía. Al llegar a la primera planta, se bajó, y el ascensor continuó subiendo hasta la doce. Volvió al vestíbulo bajando por las escaleras. El muchacho aún se encontraba allí.

—Oye —lo llamó—. ¿Me ayudas un momento, por favor?

—Sí, claro, cómo no.

El muchacho, decidido y sonriente, se acercó.

—Es que... Verás, se ha estropeado el ascensor, y no puedo con la bolsa, ¿te importaría...?

—Oh, no, no.

—Cogió la bolsa y ocultó, con una sonrisa, la amarga sorpresa que se llevó al comprobar su peso.

—Deja, yo te llevaré el casco y las llaves —le dijo ella.

—¿Vives muy alto? —le dijo deslomado cuando iban por la quinta planta.

—No, solo en la doce —le contestó Andrea con falsa inocencia.

Al llegar a la planta doce, Andrea pulsó el botón de llamada del ascensor que se encontraba allí preparado:

—Adiós, muchas gracias por todo —le dijo.

El chico, casi sin habla, agotado, solo tuvo fuerzas para lamentarse sentado en el rellano de la escalera.

Andrea salió del portal, se puso el casco y arrancó la plateada BMW en busca de Andrés y tras Aro.

La máquina de los abominablesWhere stories live. Discover now