Atolondrado

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Mi querido sobrino Andrés:

Perdona que la carta no esté escrita con letra muy clara, pero no tengo tiempo para preocuparme por mi caligrafía.

Ahora mismo estoy en Nueva York, pero no creo que tarden mucho en encontrarme.

Me persiguen unos tipos que siempre van vestidos a rayas, dirigidos por un tal Señor R.; al parecer, están interesados en mis estudios de genética simplificada, aunque no con muy buenas intenciones.

Atiende bien a mis instrucciones: ¿recuerdas la vieja covacha en la desembocadura del río que utilizábamos tú y yo para ir a pescar cuando eras pequeño? Espero que sí.

Allí construí una máquina que está todavía por perfeccionar.

Escúchame atentamente: no quiero que nadie utilice esta máquina y mucho menos esta clase de gente, que es tan peligrosa. Ve a la covacha y quémala entera.

Si hay apuntes, quémalos también.

No dudes y hazlo.

De todas formas, no creo que la máquina llegara a funcionar bien.

No te preocupes por mí.

Hasta pronto.

Te quiere,

tu tío,

Jorge.

Andrés se levantó aturdido, encendió su aparato de música a todo volumen, se preparó uno de sus rebujados zumos de variadas frutas en la licuadora y se lo bebió sin respirar:

—Vamos allá —se dijo.

Antes de cerrar la puerta, echó una última ojeada al interior de la casa:

—La carta, será mejor que me la guarde.

Al salir, atolondrado aún por el impacto de las palabras de su tío, no reparó en que, afuera, alguien le estaba vigilando.

La máquina de los abominablesWhere stories live. Discover now