Dorada

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Durante las clases, Andrés no se enteró de nada. La idea se le antojaba increíble, estaba entusiasmado:

—Es maravilloso, no puede ser verdad –acabó pensando en voz alta.

—¿Cómo que no puede ser verdad? —dijo la joven profesora de química—. Su compañero Ernesto tiene razón. Este compuesto orgánico está bien formulado, ¿o acaso tienes otra forma de realizarlo, Andrés?

—¡Eh! No, no, no, señorita Luz María, perdone, me he equivocado.

—Espabila, Andrés, estás hoy atontado —le dijo Antón.

Al salir de clase, ya de noche, Antón lo llamó:

—Pero, ¿qué te pasa, tío? Te he llamado varias veces y no te enteras. ¿Te hace un rulo por La Gruta Dorada?

—¿Por qué no? —contestó Andrés.

La calle rebosaba una juventud que se meneaba de pub en pub entre agresivos y embriagantes ritmos postmodernos que salían de los grandes altavoces que se colgaban afuera, empapando el ambiente.

Los anuncios de neón de la calle principal se movían juguetonamente ofreciendo nombres como Dada charlestón, China crisis o La Gruta Dorada.

Los relucientes colores de los neones se reflejaban en los rostros de una apelotonada masa que, con vasos en la mano, se agrupaba en las puertas de los bares, aprovechando el frescor de la estrellada noche de verano.

Antón y Andrés deambulaban entre todo el gentío. Mientras charlaban amistosamente, entraron por una pequeña portezuela y bajaron la rústica escalera que conducía al interior de La Gruta Dorada.

Las paredes del lugar se hallaban recubiertas de roca viva. De sus abruptas formas, caían unas pequeñas y serpeteantes cascadas de agua que iban a parar a un estrecho canal. En el fondo del canal, había pequeñas luces que iluminaban el agua cristalina de un azul puro. El canal separaba la zona de opacas mesas blancas y mullidos sofás del resto del pub.

La pista de baile se elevaba a una pequeña altura sobre el nivel del suelo, y a ella se podía acceder caminando por dos pequeños puentecitos que se elevaban sobre el canal y donde siempre algún patoso, empujado por la algarabiada multitud, acababa mojándose hasta la rodilla.

Andrés y Antón buscaron a sus amigos y vieron que estaban sentados en el sitio de costumbre, en el rincón fde la escalera. Los dos amigos les saludaron mientras tomaban asiento.

—Toma, de tu querida amiga Emilia Bravo —le dijo Yolanda a la vez que le entregaba una carta—. Ya sabes que ella es así de romántica...

—Así de cursi querrás decir —matizó Loly.

—Gracias, Yolanda —contestó honesto Andrés mientras se guardaba despreocupadamente la carta en el bolsillo de su camisa.

Entretanto, por la parte trasera de La Gruta Dorada, mademoiselle Dominoe se dirigía al cuadro electrónico de todo el edificio.

Con gran habilidad, hizo una serie de conexiones eléctricas, después, sacó de su bolso un minúsculo aparato de radio control, lo sujetó a la muñeca con la correa del reloj de pulsera y, con la expresión de felicidad que proporciona el completar una tarea satisfactoriamente, salió de nuevo hacia el exterior para entrar momentos después por la puerta principal de La Gruta Dorada.

Al bajar las escaleras, todas las miradas se desviaron hacia ella. El murmullo existente se desvaneció y hasta la música pareció bajar de volumen. No era para menos.

El cuerpo de Dominoe rayaba la perfección: alta y esbelta, de formas sinuosas, vestía un escotado vestido de raso negro que contrastaba con su larga y rubia cabellera arreglada con un peinado ultramoderno.

A los pocos momentos, las miradas se desviaron y todo pareció volver a la normalidad volviendo todos a lo suyo. Bueno, todos menos la mesa donde se encontraban Andrés y sus amigos, que sin pestañear los ojos, veían cómo mademoiselle Dominoe se les iba acercando...

—¡Eh! Andrés, fíjate cómo te está mirando, va directa hacia a ti, como si te fuera a devorar —dijo Yolanda.

La máquina de los abominablesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora