Luminoso

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Andrea llenó su cesto con frutas y empezó a seguir los pasos de Dominoe con discreción, pero teniendo mucho cuidado de no perderla entre la multitud.

Al salir del mercado, atravesó la plazoleta adyacente y advirtió cómo Dominoe saludaba a alguien que estaba sentado en la terraza de un bar, bajo la sombra de un luminoso toldo amarillo.

—Hola, Aro —dijo Dominoe dándole un beso.

—¡Vaya, Dominoe! Ya veo que sigues tan hermosa y resplandeciente como una estrella, siéntate, qué tomas.

—Camarero, por favor —exclamó Aro alzando la punta de sus dedos hacia el aire.

—Un cocktail, a ver, a ver... De zumo de cerezas, muy frío y sin alcohol, por supuesto —le respondió Dominoe.

—Enseguida, señorita —dijo el camarero un poco aturdido por la belleza de Dominoe.

—¿Y bien? —comenzó Aro.

—Pues verás, el chico se encuentra ahora en el mercado, guarda su moto en la parte posterior del puesto; si sale, ha de pasar por aquí delante for..zo...sa...men...

Con la palabra aún en la boca, Dominoé vio pasar la moto de Andrés como una bala por delante de ellos.

—Vamos, tengo ahí el coche. —Se apresuró a decir Dominoe. Aro, con otro plan en mente, la paró en seco.

—No, Dominoe, en un coche lo perderíamos de nuevo; además, no voy a perseguirlo, voy a cazarlo. Necesitamos un momento. ¿Ves ese camión cargado con jaulas de aves? Pues estáte atenta porque la voy a liar.

Frente al bar, se encontraba uno de esos grupos de motoristas que cabalgan motos japonesas de gran cilindrada, algunas de ellas chopperizadas al más puro estilo norteamericano.

Sus propietarios estaban junto a ellas, pues acababan de descabalgar; en sus vestimentas, dominaban el cuero, los tejanos, las cadenas y las muñequeras.

Los dependientes de los puestos circundantes no se hallaban precisamente muy tranquilos con su presencia, más que nada por la imagen que de ellos daban en las películas y telefilmes norteamericanos. Sin embargo, en este caso, solo eran turistas inofensivos que habían venido de Italia.

Aro se acercó a ellos:

—¿Me das fuego? —le dijo a uno de ellos.

—Hey, vaya cresta de gallo que tienes —le dijo uno italiano bromeando—. Tieni.

Aro sonrió e intercambió algunas palabras más en italiano, haciendo como si fuera con ellos; después, se acercó al puesto inmediato y sacó de su rayada cazadora una pistola que parecía más bien un lanzamisiles y se la puso entre ceja y ceja al tendero, diciéndole con cara de psicópata:

—Hola, el dinero o pum.

El pobre hombre jamás movió el brazo tan rápido como en esta ocasión. Sacó un buen fajo de billetes de la caja registradora y lo depositó en la mano de Aro.

Tendría que haber ido ayer temprano al banco, pensó inútilmente el buen hombre.

—Es más de lo que esperaba —contestó Aro. Pasó entre los italianos, se montó en una de sus chopperizadas motos y se fue.

Los italianos se quedaron parados como clavos en el suelo de la calle.

—Que el pavo ese se lleva tu moto, tío, oye, tío —gritó al fin uno.

—A por él —gritó otro que pasaba por allí.

—Policía, policía, esos gamberros me han robado —gritaba el tendero.

La máquina de los abominablesWo Geschichten leben. Entdecke jetzt