CAPÍTULO 2

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ORIANA

Pisaba el acelerador y esquivaba por gracia divina los autos que entorpecían mi huida. Me pareció que habían pasado siglos desde que solo pensara en la tarta de ricota de tía Olga. Mi mente no podía concentrarse en nada más que en alejarse de los disparos, hasta había olvidado que llevaba pasajeros no deseados en el asiento trasero del auto.  Poco a poco  esquivé el tránsito hasta llegar a la ruta  donde al fin se dejaron de oír las sirenas de la patrulla y los disparos permitiendo que llegaran hasta mis oídos los gritos aterrados de uno de los pasajeros.

-¡Bajá la velocidad, nos vas a matar!-pude escuchar que vociferaba el hombre de la escopeta y de inmediato noté que había pisado el acelerador al máximo. Disminuí la velocidad hasta normalizarla con el escaso tránsito de la ruta e intenté relajarme. Mis pensamientos se centraban en sobrevivir. <**Si intento escaparme de seguro me mata, tengo que ganar tiempo**>  pensaba ya un poco más tranquila mientras seguía conduciendo por la ruta sin un rumbo definido.

-¿Adónde vamos?-pregunté con la ilusa esperanza de que su respuesta fuera; pará acá y bajate. No fue así, siguió en silencio un poco más mientras yo me preguntaba una y otra vez cual sería mi suerte.

-seguí por donde vamos que vamos bien-fue toda su respuesta. El paisaje comenzó a cambiar para volverse cada vez más desértico, pronto las montañas empezaron a elevarse a un lado y otro del camino aislándonos de la civilización, de la gente, de la salvación. Ya no se veían autos acompañando nuestro viaje estaba sola, en el medio de la nada, a merced de esos delincuentes. Y en el medio de la nada, la inevitable muerte parecía cada vez más real y más cercana.

-Girá a la derecha en la próxima salida-<**llegó el momento**>  pensé  <**ahora me va a hacer bajar del auto, va a pedir que me arrodille y me  va reventar la cabeza con la escopeta para después abandonar mi cuerpo inerte en ese lugar alejado de la mano de Dios, donde entraría en descomposición antes de que alguien lo encontrara**> Una súplica silenciosa se formó en mis labios mientras conducía por la inhóspita senda de tierra. Solo pedía a Dios que si venía la muerte fuera de forma rápida y lo menos dolorosa posible.

Conduje cerca de veinte kilómetros más por un terreno despoblado y cada vez más salvaje, ya habían pasado casi dos horas desde la última vez que vimos indicios de civilización y la tensión de no saber si me dejarían ir o me matarían estaba acabando conmigo. El silencio era total, ya ni siquiera se oían los leves quejidos del herido ¿Estaría muerto? Quise girar para mirarlo pero apenas lo intenté me encontré con los ojos del hombre de la escopeta que me observaba sin rastro de emoción en su rostro <**Está pensando qué hacer conmigo**> La pequeña voz en mi cabeza disfrutaba torturándome a cada momento.

-Estacionate frente al árbol seco que está más adelante-<**Ya se decidió, es la hora de morir y de lo único que me arrepiento es de no haber hecho más cosas de las cuales arrepentirme**> Resignada a mi destino detuve el coche donde se me indicó-Bajate-las piernas me temblaban, creí que no me sostendrían por mucho tiempo. Sentí el sonido de la puerta trasera al abrirse, los pasos del hombre de la escopeta detrás de mí. Bajé la cabeza y cerré los ojos a la espera del disparo que apagaría las luces de mi vida por siempre. Una mano fuerte me tomó por el hombro haciendo que se me dificultara aún más respirar-Vení, ayudame a mover estas ramas-indicó con el arma hacia lo que parecían arbustos. No entendía cual era la finalidad de eso, pero no tenía más opción que obedecer. Las ramas servían para ocultar de la vista un estrecho camino de tierra. Cuando hubimos terminado de despejar el camino volvimos al vehículo y avanzamos unos metros, luego volvimos a salir para colocar las ramas en su lugar. Nadie vería jamás el camino al menos que lo estuviera buscando y aún así resultaría difícil de encontrar.

OCTAVIO

Horacio no reaccionaba. Todo se había vuelto patas arriba y encima ahora debía decidir qué hacer con la mujer que había tomado de rehén. Todo el camino estuve pensando cual sería el paso a seguir ¿Qué debía hacer con ella? ¿Debía matarla? La sola idea me provocaba náuseas, no éramos asesinos apenas si nos habíamos convertido en ladrones. Matarla no era una opción, pero dejarla ir tampoco lo era. Si la liberaba corría el riesgo de que volviera con la policía y eso era inconcebible. Tomé la decisión de llevarla con nosotros hasta nuestra morada.  

Hacía un año más o menos la policía había descubierto donde vivíamos y nos habíamos escabullido por milagro. Buscamos un lugar donde pudiéramos ocultarnos sin correr riesgos o corriendo el menor riesgo posible. La montaña nos brindaba el refugio perfecto habían muchos lugares inexplorados por su difícil acceso y donde podríamos construir una cabaña en la cual pudiéramos vivir tranquilamente los dos.

Finalmente llegamos a nuestro hogar. Horacio había perdido mucha sangre, sin embargo mantenía la esperanza de que su herida solo fuera superficial. Acaricié su cabello claro rezando en silencio a un Dios en el que no creía, pidiéndole que por favor lo salvara. No podía hacerme a la idea de perder a mi amigo de esta forma. La vida nos había tratado mal desde que habíamos nacido y parecía que estaba ensañada con nosotros. Observé su rostro pálido y el llanto contenido provocó un intenso dolor en mi garganta. Se lo veía tan indefenso como el día en que lo conocí. Ese día, él llegó a la universidad totalmente desorientado, pidió información a un grupo de jóvenes que lo miraron con desprecio por su vestimenta humilde y decidieron ignorarlo, yo me acerqué y le pregunté qué clase estaba buscando. El destino quiso que fuera la misma a la que yo me dirigía y desde ese entonces fuimos inseparables.

La mujer me ayudó a llevar a Horacio adentro donde lo depositamos en una cama. Cerré la puerta con llave, encendí unas lámparas y me dispuse a buscar el botiquín de primeros auxilios que guardábamos en el baño. Me arrodillé a un lado de la cama, donde yacía mi amigo, con la caja de curaciones abierta sobre mis rodillas y me di cuenta de que no sabía nada de curaciones. Me quedé observándolo temeroso de no poder ayudarlo, mis manos temblaban incontrolables y yo solo no podía dejar de mirar los objetos que me resultaban inútiles sin el conocimiento necesario para usarlos. 

Crónicas de EstocolmoWhere stories live. Discover now