8. J. A.

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La mañana se despertaba gris y lluviosa, sus lágrimas humedecían el viejo orfanato, cuyas paredes desgastadas susurraban historias de olvido. Las gotas de lluvia golpeaban los cristales rotos sin compasión, una melodía melancólica para los niños que comenzaban otro día que sabían igual que el anterior.

Dentro, el comedor se llenaba con la rutina matutina: filas ordenadas, rostros somnolientos, pan duro y agua como desayuno. Al final de la fila, un niño de ojos grandes y manos temblorosas por el frío ocultaba un pedazo extra de pan bajo su camiseta raída.

El encargado miró inquisitivamente al niño y se acercó. Con un agarre implacable, lo sacó de la fila y lo llevó a un rincón del patio, donde un agujero empedrado en el suelo servía de castigo. El niño fue empujado adentro, las rejas que sobresalían en forma de arco en el suelo se cerraron sobre él, dejándolo a merced de la lluvia y del agua que comenzaba a llenar su prisión temporal.

No amainó en todo el día, como no lo había hecho el día anterior, ni el otro. El pozo se llenó y el niño solo podía sacar la cabeza sobre el ras del suelo hasta donde las rejas en arco le permitían, aferrándose a ellas como a un clavo ardiendo. El cansancio, a veces, le obligaban a descolgarse de las rejas e intentar flotar descansando los brazos.

Al día siguiente, el mismo ritual de desayuno.

Si la muerte tuviera rostro, ese sería el de aquel niño enjaulado. Ojos hundidos con sombras moradas bajo los párpados... Como si el universo, atropelladamente, hubiera depositado sobre sus hombros todo su peso.

De la misma manera que fue lanzado, un brazo inhumano lo cazó agarrándolo de cualquier sitio para ser liberado del zulo y así unirse a la fila de desayuno.

Luca se escapó de su sitio y se sentó a comer con los mayores, al lado del recién incorporado. Observó las ojeras, los tiritones, las manos huesudas. Se quitó su camiseta seca y la puso sobre los hombros aún mojados de aquel desdichado niño, mayor que él. Acto seguido, lo abrazó como si de un hermano mayor se tratara.

-Ya tenemos al listillo de turno que piensa que es la mamá de alguien... ¿Eres la mamá de alguien, mocoso entrometido? -preguntó aquella figura que de humana solo tenía la forma.

-Solo intentaba ayudar -dijeron dos heroicos ojos tiritones con pelo mojado y cuya capa era la camiseta de aquel pequeñuelo.

-Que te calles -soltó aquel animal después de cruzarle la cara- Si no te preguntan no hablas, asqueroso bicho inmundo.

Estaba tan cansado, tan débil, que no pudo levantarse del suelo, ni siquiera secarse la sangre que le brotaba de la nariz. Con impotencia, observó horrorizado cómo aquel pequeñuelo era llevado al mismo agujero, tan profundo para él.

En el orfanato, la lluvia seguía cayendo, indiferente a las tragedias que se desarrollaban bajo su manto gris. La vida, cruel, mostró nuevamente que era inexorable y ajena al sufrimiento y el dolor. Y en esos ojos jóvenes que presenciaron la brutal realidad, algo se rompió, una inocencia perdida que nunca sería recuperada.

Mi sueño en tu bocaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant