7. Nayua

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-Se ha equivocado de persona, no soy más que una profesora de vida aburrida que... -se afanaba en explicar lo que ella entendía de pura lógica y sentido común: que no era una delincuente.

-Tranquila, lo dejaremos para más tarde, ahora eres mi invitada - dijo mientras sonreía levemente, queriendo relajar el ambiente, a sabiendas de que así sería más fácil obtener la información que quería.

Martin dibujó un círculo con el dedo en la pantalla integrada de la mesita auxiliar y su secretario personal apareció portando una  caja de cartón blanco, de tacto sedoso y aspecto perlado, y la dejó al lado de la profesora. Dan se levantó de su sillón y se acercó despacio, intentando no incomodar a su invitada.

-¿Invitada? -se preguntó sarcástica, sin perder de vista todos y cada uno de los pasos de su "anfitrión".

Aquel hombre de pelo ensortijado y ojos depredadores abrió la caja a suaves golpecitos agarrándola por los laterales de la tapa. Dentro había unos vaqueros gastados y un precioso jersey negro de angora y cachemir de mangas estrechas y extra largas. Cogió los vaqueros y los dejó sobre el sofá, al lado de Nayua. Mientras la descalzaba no dejaba de mirarla a los ojos. Cuando la hubo descalzado de ambos pies, colocó los vaqueros ahuecándolos y le fue introduciendo en los agujeros primero un pie y luego el otro. Nayua estaba pasmada, no se podía creer lo que estaba pasando, se sentía incómoda, y eso que no la estaba desvistiendo, sino todo lo contrario. La puso de pie agarrándola firmemente del brazo.

-No se apure, ya me las apaño yo -dijo mientras intentaba inútilmente subir los pantalones de un lado, por detrás, con las manos atadas.

Aquel hombre, consciente de su poder, sonrió. Observaba el miedo, la incertidumbre y la predisposición a resolver problemas de aquella profesora de rasgos armoniosos que, sin buscarlo, se había visto envuelta en el misterio que lo llevaba hasta él. Con gesto rápido, como quien se depila de un tirón, se volvió a acercar a ella, la rodeó con sus brazos y le subió los vaqueros más rápido que inmediatamente. Del susto, se enteró ya cuando estaba con las tablas de la minifalda hacia arriba, como si fuera un gato buscando que lo rascaran. La volteó, le desabrochó el botón de la falta, le bajó la cremallera y se la bajó a las rodillas. La giró, le sujetó ambas muñecas con su mano grande y fuerte y, de un corte limpio con el afilado abrecartas de Napoleón que había sobre la mesilla, la liberó de la brida que le mantenían inmovilizadas las manos. Aún sujetándola, Dan observó el nudo celta tatuado en su muñeca, hipnotizado.

-Ya estás liberada, creo que el jersey te vendrá bien -dijo mientras la soltaba y se retiraba para darle espacio y que pudiera ponérselo.

-Yo no he pedido esto -acertó a decir, desconcertada.

-Pero estarás más cómoda -contestó ya sentado de nuevo en su sofá, en actitud relajada.

-No sé qué cree que sé o que tengo, pero estoy convencida, sé, que no tengo nada de valor para usted, sé que piensa que he traducido el Voynich, pero no es así -intentó ganarse a su captor con sinceridad en sentimientos, pero no con la verdad al completo.

-Claro que lo has hecho -sonrió mientras apoyaba la cabeza en las manos con gesto serio pero relajado.

Se deshizo de la chamarreta y se dispuso a ponerse el jersey sobre su camiseta de tirantas cola de ratón, por la noche refrescaba a tanta altura.

-No es así, pero aunque lo fuera ¿qué puede haber en un libro, que hace siglos que da vueltas por el mundo con sus misterios, que corra tanta prisa saber ahora? -preguntó sabiamente.

-Dímelo tú -inquirió su interlocutor mientras se echaba hacia delante con toda la atención puesta en lo que ella tenía que decir.

-El manuscrito Voynich es una farsa, el engaño más absurdo de la historia de los libros, me atrevería a decir de la Humanidad. No es más que una distorsión del hebreo realizada para vender el libro a un precio desorbitado a cualquier tonto con dinero ávido de ser timado. En su momento, el emperador Rodolfo II pagó la friolera de 600 ducados por él, pensando que era mágico -dijo indignada.

-El viejo verde lo compró porque salían mujeres desnudas -se jactó el mecenas-, casi 25 mil €  actuales.

-Yo... -se paró en seco, dándose cuenta de que no estaba ante cualquiera, sino ante alguien que sabía de lo que hablaba.

-¿Dónde te tatuaste el nudo celta? -la miró, inquisidor.

-Pero ¿qué quiere de mí? -preguntó desesperada, perpleja por el giro que acababa de pegar la conversación.

-Lo quiero todo.

Mi sueño en tu bocaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora