Capítulo 30

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Louis se arrodilló para abrocharme las hebillas, lo hizo tan deprisa que no fui
capaz de seguirle con la mirada, solo sentía el rápido tirón de cinchas y correas. Montó las piezas de la armadura una tras otra: la coraza de bronce, las grebas, que me apretó demasiado, y por último el faldellín de cuero. Mientras me vestía, no dejaba de darme instrucciones en voz baja y rápida. No debía luchar, no debía separarme de Automedonte ni de los demás mirmidones. Debía quedarme en el carro y huir a la primera señal de peligro.

Podía perseguir a los troyanos si huían hasta las puertas de su ciudad, pero no intentar combatirles allí, en la playa. Y lo más importante de todo, debía permanecer lejos de los muros de la urbe y de los arqueros allí apostados, listos para abatir a los griegos que se acercaran demasiado.

-No será como antes, cuando yo estaba allí.

-Lo sé.

Moví los hombros. La coraza era rígida, pesada y poco manejable. Me sentía como Dafne, le dije, atrapada en su nueva piel de laurel. Él no se rio, se limitó a entregarme dos lanzas de centelleante punta pulida. La sangre comenzó a martillearme los oídos cuando las miré. Louis habló de nuevo para darme más consejos, pero no le presté atención. Oía el golpeteo de mi impaciente corazón.

-Deprisa -recuerdo haberle dicho.

Al final me puse el casco para ocultar mis cabellos castaños. Giró hacia mí un espejo de bronce pulido, en cuya superficie me contemplé embutido en una armadura que conocía tan bien como mis propias manos: la cimera del casco, la espada plateada pendiendo del cinto, el tahalí de oro batido. Todo era inconfundible y reconocible al primer golpe de vista.

Solo mis ojos parecían míos al ser más grandes y oscuros que los suyos. Me dio un beso cuya suavidad me envolvió con una delicada y notoria calidez que inundó de dulzura mi garganta. Luego, me tomó la mano y salimos al exterior, donde estaban los mirmidones.
Se alinearon y se armaron enseguida, cobrando un aspecto temible. Las capas de metal centelleaban como las brillantes alas de las cigarras. Louis me condujo hasta el carro donde ya estaba enganchado el tiro de tres caballos.

-No te bajes del carro ni arrojes las lanzas.

Comprendí su temor: me delataría si luchaba de verdad.

-Estaré bien -le dije, y le di la espalda para acomodarme dentro del carro, donde fijé los pies y deposité las lanzas.

A mis espaldas, él arengó a los mirmidones y agitó una mano con la que señaló detrás de él, donde humeaban las cubiertas de las naves, que lanzaban al cielo vaharadas de humo negro que revoloteaban hacia lo alto y debajo de cuyos cascos había una refriega de cuerpos enzarzados en una lucha enconada.

-Traédmelo de vuelta -les dijo.

Los hombres asintieron y golpearon los escudos con la lanza en señal de aprobación. Automedonte se subió a mi lado y se hizo cargo de las riendas. Todos sabíamos por qué debía ir en carro: si bajaba corriendo por la playa nadie se dejaría engañar y confundiría mis andares con los de Louis.
Los caballos relincharon y resoplaron al sentir al auriga detrás de ellos. Un pequeño tirón me hizo trastabillar, haciendo resonar mis lanzas al golpetearse entre ellas.

-Lleva una en cada mano -me aconsejó-. Te será más fácil.

Todos aguardaron a que yo, con suma torpeza, empuñara una lanza con la mano izquierda y ladeara un poco el casco mientras lo hacía. Luego, alcé una mano para fijarlo mejor.

-Estaré bien -dije tanto para él como para mí.

-¿Listo? -me preguntó Automedonte.

Miré por última vez a Louis, que permanecía junto al carro con aspecto triste. Le alargué la mano y él la cogió.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now