Capítulo 9

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A la hora del desayuno todo el mundo estaba al corriente de la marcha de Louis. Las miradas y cuchicheos de todos me siguieron hasta la mesa y perduraron cuando fui a por comida. Mastiqué y tragué aunque cada trozo de pan ingerido me sentaba en las tripas como si fuera piedra. Deseaba alejarme de palacio. Quería respirar al aire libre.
Me dirigí al olivar, arrastrando los pies sobre la tierra seca. Me pregunté si esperaban que me incorporase a la instrucción con los demás chicos ahora que él se había ido y también si alguien iba a percatarse o no de mi ausencia. En parte esperaba que lo hicieran. «Azotadme», pensé.

Podía oler el mar. Estaba en todas partes: en el pelo, en las ropas, en el sudor pegajoso de la piel. La podredumbre húmeda e insalubre del océano se hallaba en todas partes y me afectaba incluso en la arboleda, entre el moho de las hojas y la tierra. Cuando sentí arcadas, me incliné contra el tronco de un árbol, cuya corteza me laceró la frente. Eso me avivó. «Debo alejarme de este olor».
Anduve rumbo a septentrión por uno de los caminos contiguos a palacio, saturado de polvo en suspensión levantado por las ruedas de los carros y los cascos de los caballos.

Poco después del palacete la pista se bifurcaba en dos direcciones: un ramal se dirigía al suroeste a través de herbazales, rocas y colinas bajas; por ahí había venido yo tres años atrás; el otro culebreaba en dirección al norte, hacia el monte Otris, y tras el mismo, el monte Pelión. Seguí el trazado de ese camino con la mirada: bordeaba las faldas boscosas de las montañas antes de desaparecer entre las mismas.

Un sol de justicia caía a plomo sobre mí desde el cielo estival como si pretendiera hacerme volver a palacio, pero aun así, me demoré. Había oído decir que nuestras montañas eran de una belleza extrema: había perales y cipreses, y arroyos alimentados con el agua de hielos recién derretidos. Allí dispondría de frescor y sombra; allí estaría lejos del brillo cegador de las playas y el centelleo del mar.

«Podría ir». La idea se me ocurrió de repente, pero me pareció fascinante. Había recorrido aquel sendero solo para escapar del mar, pero ahora el sendero se abría ante mis ojos, ofreciéndose para llevarme a las montañas. «Junto a Louis».

Empecé a respirar deprisa, como si intentara acompasar los pulmones al ritmo desbocado de mis pensamientos. No tenía ninguna pertenencia, nada que me perteneciera, ni una túnica, ni una sandalia. Todo era propiedad de Peleo. «Ni siquiera necesito hacer el equipaje».
Mía solo era la lira de mi madre, guardada en el arcón de madera situado en aquel cuarto interior de música.

Vacilé un momento mientras pensaba si podría volver para llevármela, pero ya era mediodía y solo disponía de la tarde para viajar antes de que descubrieran mi ausencia, o al menos me hice esa ilusión, y enviaran a alguien tras mis pasos. Miré de soslayo hacia palacio, donde no vi a nadie. Los guardias debían de hallarse en otro sitio.

«Ahora, ha de ser ahora».

Eché a correr. Mientras me alejaba del palacio y bajaba por el camino en dirección al bosque sentí en los pies un dolor similar al que habría sentido si hubiese caminado sobre piedras al rojo vivo. Mientras trotaba, me prometí que si alguna vez volvía a verle me guardaría mis pensamientos. Ahora sabía qué alto precio podía pagar si no lo hacía. Sentí calambres en las piernas e hirientes punzadas en el pecho. Persistí.
Rompí a sudar a chorros y mi transpiración chorreaba hasta caer al suelo antes de que yo lo pisara. Cada vez estaba más sucio por culpa del polvo y de los trocitos de hojas que se me pegaban a las piernas. Mi mundo circundante se redujo al paso de mis pies y la siguiente yarda polvorienta del camino.

Por último, al cabo de una hora, tal vez dos, fui incapaz de seguir. Me doblé a causa del dolor. El brillo del sol vespertino empezó a declinar mientras en los oídos me resonaba el tamborileo del pulso. Ahora, cuando el palacio de Peleo quedaba a una distancia considerable, el sendero transcurría por una zona densamente poblada de árboles a ambos lados. A mi derecha se alzaba el Otris, y el Pelión inmediatamente detrás. Observé con fijeza la cima del Otris e intenté calcular a qué distancia se hallaba. ¿Diez mil pasos? ¿Quince mil? Eché a andar.

The Song of TwoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora