Capítulo 12

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La última pizca de sol flameó en la línea de horizonte por el oeste cuando pasamos el mojón divisorio que marcaba las lindes de los territorios palaciegos. Enseguida oímos el grito de la guardia y la respuesta de un cuerno. Tras subir la colina, el palacio se presentó ante nosotros y tras él se agitaba inquieto el océano.
En el umbral de la casa se hallaba Tetis, tan impredecible como el relámpago. Su melena azabache se recortaba contra las blancas paredes marmóreas del palacio. Vestía un atavío oscuro, del color de un mar agitado, donde se entremezclaban el púrpura de las magulladuras y un batiburrillo de grises. En algún lugar próximo a la nereida se encontraban un grupo de soldados y también Peleo, pero ni les miré. Solo la veía a ella y su mentón curvo como la hoja de un cuchillo.

—Tu madre —le susurré a Louis. Habría jurado que los ojos le ardieron de rabia como si me hubiera escuchado. Tragué saliva y me obligué a seguir adelante. «No va a hacerme daño. Me lo ha dicho Quirón».

Resultaba inusual verla entre mortales. Su presencia luminosa confería un aspecto lánguido y apagado a todos los allí presentes, tanto los guardias como Peleo, aunque la tez de Tetis era blanca como la cal. Permanecía alejada de ellos, rasgando el cielo con su altura sobrenatural. Los centinelas mantenían las miradas gachas en señal de deferencia… y miedo.
Louis desmontó y yo le imité. Tetis le atrajo hacia sí para abrazarle. Vi cómo los guardias se removían en sus puestos, preguntándose cómo sería el contacto con su piel, y muy contentos de no saber la respuesta.

—Louis, hijo de mis entrañas, carne de mi carne —dijo. No habló muy alto, pero las palabras cruzaron el patio—. Bienvenido a casa.

—Gracias, madre —contestó Louis. Entonces se dio cuenta de que era ella quien le reclamaba. Todos lo hicimos. Lo apropiado era que un hijo saludase primero al padre; la madre iba en segundo lugar…, si todo hubiera sido normal, pero ella era una diosa y, aunque Peleo frunció los labios, no dijo nada.

Louis acudió junto a su padre cuando Tetis le liberó.
—Sé bienvenido, hijo —le recibió Peleo, cuya voz sonó débil después de haber oído la de su esposa y pareció más anciano de lo debido. Habían pasado tres años desde nuestra marcha—. Y también tú, Harry.

Todos se volvieron hacia mí. Me las ingenié para hacer una reverencia. Era muy consciente de que Tetis me fulminaba con la mirada desde lo alto.
Me alegré cuando Louis tomó la palabra.

—¿Cuáles son las nuevas, padre?
Peleo miró a los guardias por el rabillo del ojo. Las especulaciones y rumores debían propagarse por todos los pasillos.

—No las he anunciado aún. No tenía intención de hacerlo hasta que estuviéramos todos presentes. Te estábamos esperando. Ven, empecemos.

Le seguimos al interior de palacio. Me moría de ganas por hablar con Louis, pero no me atrevía, pues Tetis caminaba justo detrás de nosotros. Los criados la rehuían, resoplando de sorpresa. «La diosa». Sus pies no producían ruido alguno al pisar el suelo de piedra.
Mesas y bancos atestaban el gran salón. Los criados iban corriendo de un lado para otro con bandejas llenas de viandas o portaban cráteras de vino. En la parte delantera de la estancia habían alzado una tarima donde el rey iba a sentarse junto a su hijo y su esposa.
Había tres asientos. Me sonrojé. ¿Qué me había creído?

—No veo un lugar para Harry, padre —dijo Louis en voz lo bastante alta para hacerse oír entre el bullicio de los preparativos. Me puse aún más colorado.

—Louis —le susurré. «Eso no importa», quise decirle. «Me sentaré entre los hombres. Todo está en orden». Pero él me ignoró.

—Harry es mi camarada por juramento. Su sitio está junto a mí. —Los ojos de la nereida flamearon y casi pude sentir el fuego de los mismos. Vi la negativa formada en sus labios fruncidos.

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