Capítulo 4

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Me condujo a su palacio un criado cuyo nombre no llegué a oír, o tal vez es que no lo dijo. Los salones eran más pequeños que en casa, como si estuvieran condicionados por la modestia del reino que se gobernaba desde los mismos. Suelos y muros estaban hechos de mármol local, más blanco que el extraído en el sur. Mis pies parecían oscuros en contraste con el fulgor del suelo.

No llevaba nada encima: habían llevado mis contadas pertenencias a unos aposentos y el oro enviado por Menecio había seguido su camino hasta el tesoro de Peleo. Sentí una sensación extraña cuando me separé del oro, pues había sido mi compañero durante las semanas de viaje, un recordatorio de mi valía. Ahora sabía su importe: cinco copas con gemas engastadas, un pesado cetro de aspecto sarmentoso, un collar de oro, dos estatuas ornamentales representativas de aves y una lira tallada con las puntas de oro. Esta última era una engañifa, y yo lo sabía. La madera era barata y la había en abundancia, y era una manera de ocupar un espacio que debería haber sido de oro. Aun así, el instrumento musical era de una belleza tal que nadie puso objeción alguna. Había formado parte de la dote de mi madre. Mientras montábamos, yo alargaba la mano hacia la albarda de detrás, donde podía acariciar la madera pulida.

Supuse que iban a conducirme al salón del trono, donde me arrodillaría y expresaría mi gratitud al rey, pero el criado se detuvo de pronto ante una puerta lateral y explicó que Peleo se hallaba ausente; por tanto, debía presentarme ante su hijo.
Esa novedad me sacó de quicio. No me había preparado para aquella contingencia ni valían ahora las palabras de sumisión que había practicado a lomos del burro.
El hijo de Peleo. Me acordé de la oscura laureola recortada contra su refulgente pelo castaño y el modo en que se le habían sonrojado los mofletes por la victoria. «Así es como debería ser un hijo».

Al entrar le encontré tumbado de espaldas sobre un banco lleno de cojines.
Balanceaba una lira sobre el estómago y pellizcaba sus cuerdas con aire moroso. No me oyó entrar u optó por simular que era así para no tener que mirarme. Así fue como empecé a comprender cuál iba a ser mi lugar allí. Hasta ese momento había sido un príncipe, se me esperaba y se anunciaba mi llegada. Ahora era insignificante.

Avancé otro paso, raspando el suelo con los pies. Él ladeó la cabeza para echarme un vistazo. En los cinco años transcurridos desde la última vez que le vi había crecido hasta perder las redondeces de la infancia.
Me quedé boquiabierto y sin capacidad de reacción al ver sus ojos de un intenso color azul y sus hermosos rasgos, delicados como los de una doncella.
Todo lo cual me provocó de inmediato un creciente disgusto. Yo no había cambiado tanto… ni tan bien.

Bostezó con los ojos entornados y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Su reino no era ni la mitad que el de mi padre, era la cuarta parte, no, la octava parte. Me habían exiliado por matar a un chico y aun así no me conocía. Apreté los dientes, decidido a no hablar.

—¿Cómo te llamas? —volvió a preguntar, esta vez con un tono de voz más alto.
Mi silencio era excusable la primera vez, cuando tal vez no le había oído, pero no en esta segunda ocasión.

—Harry.

Ese era el nombre que me había dado mi progenitor al nacer yo, con muchas esperanzas y poca prudencia. Tenía un sabor amargo en mis labios. Significaba «gloria del padre». Aguardé alguna burla o una broma ingeniosa acerca de mi desgracia por su parte, pero no la hubo. «Tal vez sea tan tonto como yo», pensé.
Rodó sobre un costado para orientarse hacia mí.

Un mechón de pelo le cayó sobre los ojos. Él lo apartó y se presentó:

—Me llamo Louis.

Alcé el mentón una pulgada a modo de reconocimiento. Nos miramos el uno al otro durante un instante; después, bizqueó y bostezó una vez, abriendo la boca como si de un gato se tratara.

The Song of TwoHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin