Capítulo 28

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Esa noche, Fénix se acercó renqueante a la playa con noticias de un duelo.
Los ejércitos se hallaban dispuestos ya para la batalla cuando Paris salió de entre las filas troyanas dándose aires con su deslumbrante armadura dorada. Lanzó un desafío, ofreció un combate singular. El ganador se quedaría con Helena. Los griegos aceptaron a voz en grito.

¿Quién no iba a querer adelantarse en esa jornada para ganar la apuesta de Helena en un combate singular y zanjar la guerra de una vez por todas? Además, Paris parecía un blanco muy fácil, muy peripuesto, delgado, fino de caderas, como una jovencita soltera. Sin embargo, fue Menelao quien se adelantó y aceptó a voz en grito la ocasión de recuperar el honor y a su bella esposa de una sola vez.

El duelo se inició con lanzas, pero enseguida se pasó a las espadas. Paris era más rápido de lo que Menelao había anticipado, no era mejor luchador que él, pero sí más rápido de pies. Por último, el príncipe troyano tropezó y Menelao le cogió por la cimera de crin de caballo y le arrastró por el suelo. El troyano se apresuró a lanzar puntapiés a cual más inútil mientras hundía los dedos en la correa del casco que le estaba ahogando.
Entonces, de repente, el yelmo quedó en manos de Menelao y Paris había desaparecido.

Donde el príncipe yacía despatarrado hacía un instante ahora solo había polvo. Ambos ejércitos examinaron la zona y se preguntaron entre susurros por el paradero de Paris. Y el duelista griego hizo lo propio, por ello no vio venir la flecha troyana procedente de un arco de cuerno de íbice. Traspasó el peto de cuero y se hundió en su estómago.
La sangre le corrió por las piernas y empezó a acumularse a sus pies. Resultó ser una herida superficial, pero los griegos aún no lo sabían y, enrabietados por la traición, se precipitaron bulliciosos contra las filas troyanas. No tardó en formarse una sangrienta refriega.

—¿Qué ha sido de Paris? —me interesé.

Fénix sacudió la cabeza.
—No lo sé.
...

Los dos ejércitos combatieron a lo largo de toda la tarde hasta que sopló otro cuerno. Era Héctor. Ofrecía una segunda tregua y un segundo duelo para reparar el deshonor causado por la desaparición de Paris y por el incidente de la flecha. Se ofrecía para luchar en lugar de su hermano contra cualquiera que se atreviera a responder a su desafío.

—Menelao se hubiera adelantado para combatir otra vez—nos informó Fénix— pero Agamenón lo impidió. —No deseaba ver morir a su hermano ante el combatiente más fuerte de los troyanos.

Los griegos echaron a suertes quién iba a batirse con Héctor. Imaginé la tensión y el aliento contenido mientras agitaban el yelmo donde estaban los papeles con los nombres antes de que se cayera uno al azar. Ulises se agachó sobre la tierra polvorienta para recuperarlo. Fue Áyax. Hubo un alivio colectivo. Era el único capaz de enfrentarse con posibilidades al príncipe troyano, esto es, el único de cuantos luchaban aquel día.

De ese modo, Áyax y Héctor lucharon lanzándose piedras y lanzas que hicieron trizas los escudos hasta que se hizo de noche y los heraldos anunciaron el final de la jornada. Resultó extrañamente civilizado. Los dos ejércitos se retiraron en paz y Héctor y Áyax se estrecharon las manos como iguales. Los soldados empezaron a murmurar que el duelo no habría terminado así si Louis hubiera estado allí.

Fénix se levantó después de habernos contado las nuevas y se apoyó en el brazo de Automedonte para regresar a su tienda. Louis se volvió hacia mí con la respiración acelerada y las puntas de las orejas sonrosadas por la emoción. Me tomó de la mano y alardeó de que al final de la jornada su nombre estaba en boca de todos, el puro poder de su ausencia, grande como un cíclope que caminara pesadamente entre los soldados. El entusiasmo del día prendió en él como las llamas en la hierba seca. Y por vez primera soñó con la matanza, con asestar el golpe de gloria, el lanzazo ineludible que atravesara el corazón de Héctor. Se me puso la carne de gallina al oírselo contar.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now