Capítulo 7

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A partir de ese momento nuestra amistad se precipitó como los torrentes de montaña en primavera.
Antes, los chicos y yo imaginábamos las jornadas de Louis llenas de instrucción principesca, estrategia y clases de lucha con lanza, pero yo conocía cuál era la verdad: no recibía más formación que las clases de lira y sus propios adiestramientos.

Un día íbamos a nadar y al otro trepábamos a los árboles. Nos inventamos nuestros propios juegos, como echar carreras o dar volteretas.
Nos tendíamos sobre la arena cálida y nos desafiábamos:

—Adivina en qué estoy pensando.

El halcón atisbado desde nuestra ventana.
El chico de las paletas torcidas.

Y mientras nadábamos, jugábamos o charlábamos nos abrumaba una sensación muy similar al miedo, al menos así era como yo la sentía crecer en el pecho. Venía tan deprisa como las lágrimas, pero aquello era la antítesis de las mismas, esto era ligereza, mientras que estas eran pesadas, aquello era luz y las lágrimas no brillaban.

Había saboreado la satisfacción con anterioridad, había disfrutado de breves momentos de placer en solitario mientras jugaba a las cabrillas, tiraba los dados o soñaba, pero en realidad ese contento se debía más a una ausencia que una presencia, a un efecto colateral de mi miedo. Lo sentía cuando ni mi padre ni los chicos andaban por ahí cerca, cuando no estaba enfermo ni cansado y tampoco tenía apetito.

Este sentimiento era diferente. Me descubrí sonriendo de oreja a oreja y con las mejillas coloradas. Tenía los cabellos como escarpias, tiraban de mí con tal fuerza que daba la impresión de que fueran a arrancarme la cabeza. Con el mareo de la libertad se me destrabó la lengua del todo. Le conté esto, lo otro y lo de más allá. No debía tener miedo a hablar de más ni tenía de qué preocuparme si era demasiado lento o estaba más escuchimizado, y así era todo. Le mostré cómo conseguir que las piedras rebotaran en el agua y él me enseñó a tallar la madera. Era capaz de sentir hasta la última terminación nerviosa de mi cuerpo o el menor roce del aire sobre la piel.

Le observaba mientras interpretaba temas en la lira de mi madre. Mis dedos se trababan en las cuerdas y el profesor se desesperaba conmigo cuando me llegaba el turno.
No me preocupaba.

—Toca otra vez —le pedía.

Y Louis tañía la lira hasta que yo apenas lograba distinguir sus dedos en la oscuridad.

Entonces cobré consciencia de mi cambio. No me preocupaba perder cuando echábamos una carrera, cuando nadábamos hasta las rocas, cuando lanzábamos las jabalinas o hacíamos cabrillas. ¿Quién podía avergonzarse de perder contra alguien tan bello? Me conformaba con verle ganar y contemplar el subibaja de las plantas de sus pies cuando se hundían en la arena o el movimiento de sus hombros entre las olas. Eso era suficiente.

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A finales del verano, cuando había transcurrido un año del inicio de mi exilio, le conté cómo había matado a aquel chico. Estábamos en el patio, nos habíamos subido a las ramas de un roble y permanecíamos ocultos tras el mosaico de colores y formas de sus hojas, donde era más fácil hablar, no sé muy bien por qué, al no pisar el suelo y estar recostado sobre un sólido tronco.

Me escuchó en silencio y al término de la historia me preguntó:

—¿Por qué no alegaste que estabas defendiéndote?

Jamás había pensado en ello.

—No lo sé.

—O podrías haber mentido. Podías haber dicho que ya estaba muerto cuando le encontraste.

Le miré fijamente, atónito ante la simplicidad de su propuesta. Podía haber soltado un embuste, y eso me supuso una revelación: «Aún sería príncipe de haber mentido».
La razón de mi exilio no había sido el asesinato, sino mi falta de astucia. Ahora comprendía por qué había semejante desdén en los ojos de mi padre. El tarado de su hijo iba y lo confesaba todo.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now