Capítulo 13

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La luz del sol me despertó al traspasar la piel de mis párpados. Estaba helado.
Tenía destapado el hombro derecho, el más próximo al mar, expuesto a la brisa que se colaba por la ventana.
Me había pasado tantas mañanas solo en aquella habitación mientras Louis visitaba a su madre que su ausencia no me resultó anómala. Cerré los ojos y me zambullí de nuevo en el batiburrillo de sueños. Transcurrió el tiempo y el sol empezó a calentar con fuerza el alféizar de la ventana. Se habían despertado las aves, los criados e incluso los hombres, cuyas voces, traqueteos y trabajos podía oír procedentes de la playa y el patio de entrenamiento. Me incorporé. Las sandalias de Louis descansaban junto a la cama vueltas del revés. Se las había olvidado, lo cual no era raro, ya que solía ir descalzo a casi todas partes.
«Se ha ido a desayunar y me ha dejado dormir», supuse. Una mitad de mí quería quedarse en el dormitorio hasta su regreso, pero eso era cobardía. Ahora tenía derecho a sentarme junto a él y no iba a dejar que las miradas de la servidumbre me lo arrebataran.
Me puse una túnica y me marché en su busca.

No se hallaba en el gran salón, atestado de criados dedicados a retirar cuencos y fuentes de sus lugares habituales. Tampoco estaba en la cámara del consejo de Peleo, cuyas paredes estaban adornadas por tapices púrpuras y las armas de los antiguos reyes ftíos. Y tampoco le encontré en la estancia donde solíamos tocar la lira. El arcón donde antaño guardábamos los instrumentos descansaba solitario en el centro de la habitación.
Tampoco estaba fuera de palacio, en los árboles a los que él y yo solíamos trepar. Ni junto al mar, en los salientes rocosos donde esperaba a su madre. Ni en los campos de entrenamiento, donde hombres bañados en sudor a causa del ejercicio entrechocaban sus espadas de madera.
Parece innecesario decir que mi pánico iba en aumento hasta convertirse en algo vivo, poco fiable y sordo a cualquier razonamiento. Empecé a caminar mucho más deprisa y pasé por la cocina, los sótanos y los almacenes llenos de ánforas de vino y aceite. Y aun así, seguía sin encontrarle.

A mediodía me dirigí a los aposentos de Peleo y eso era un buen indicio de mi desasosiego: jamás había hablado con el anciano a solas. Los guardias de las puertas me detuvieron cuando hice ademán de entrar.

-El rey está descansando -me dijeron

-. Está solo y no recibe a nadie.

-Pero se trata de Louis -repliqué, tragando saliva, en un intento de montar un número que alimentara la curiosidad que advertía en sus ojos-. ¿Le acompaña el príncipe?

-Está solo -repitió uno de ellos.

A renglón seguido fui a ver a Fénix, el viejo consejero que había cuidado de Louis cuando era niño. El miedo casi me impedía respirar cuando entre en las dependencias del anciano, una modesta cámara cuadrada ubicada en el corazón de palacio. Sostenía delante de él unas tablillas de arcilla sobre las cuales los guerreros habían garabateado su firma la noche anterior, comprometiéndose a tomar las armas en la guerra contra Troya.

-El príncipe Louis... -farfullé. Hablé con voz entrecortada y pastosa por culpa del pánico-. No le encuentro.

Me observó con cierta sorpresa, pues no me había oído entrar en la habitación; su audición no era buena y, cuando nuestras miradas se encontraron, pude advertir que sus ojos legañosos estaban opacos a causa de las cataratas.

-Entonces, Peleo no te lo ha dicho -observó con voz suave.

-No. -Sentí la lengua con una piedra en la boca, tan grande que apenas podía esquivarla y hablar.

-Lo siento -repuso con amabilidad-. Está con su madre. Se lo llevó la noche pasada mientras dormía. Se han ido, pero nadie sabe adónde.

Más tarde advertiría las marcas rojas que yo mismo me había hecho en las palmas de las manos de tanto apretar los dedos. «Nadie sabe adónde». Tal vez al Olimpo, adonde jamás podría seguirle. A África o a la India. O a algún lugar donde no se me ocurriría mirar.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now