Capítulo 25

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Pasaron los años y un soldado, uno de los hombres de Áyax, empezó a quejarse sobre la duración de la campaña. Nadie le hizo caso en un principio, pues el tipo era feísimo y un conocido sinvergüenza, pero se mostró cada vez más elocuente.

—Han pasado cuatro años y nadie lo diría. ¿Dónde están los tesoros? ¿Y las mujeres? ¿Cuándo vamos a marcharnos? —Áyax le atizó un golpazo en la cabeza, pero el alborotador no se calló—. ¿Veis cómo nos tratan?

Poco a poco, el descontento se extendió de un campamento a otro. Habíamos sufrido una estación terrible, particularmente húmeda, espantosa para hacer la guerra, con una gran abundancia de heridas, sarpullidos, torceduras de tobillos por culpa del lodo e infecciones. Las irritantes moscas se habían instalado de forma permanente sobre el campamento, y en algunos puntos había tantas que los enjambres parecían nubes de humo.
Hombres de un talante huraño y llenos de picores empezaron a rondar por el ágora.
En un primer momento se limitaron a reunirse en corrillos poco nutridos y cuchichear, luego se les unieron muchos soldados y empezaron a hacer oír sus voces con más fuerza.

—¡Cuatro años!

—Ni siquiera sabemos si Helena está allí. ¿Alguien la ha visto?

—Troya jamás capitulará ante nosotros.

—Todos deberíamos dejar de luchar.

Agamenón dio orden de azotarles en cuanto los escuchó, pero al día siguiente eran el doble, y algunos, y no pocos, eran de Micenas.

El líder envió una fuerza armada para dispersar a los malcontentos, que se
escabulleron para regresar en cuanto la tropa se hubo marchado. La reacción de Agamenón consistió en enviar una falange a guardar el ágora día y noche, pero esta tarea era frustrante y penosa, pues había que estar de guardia a pleno sol y soportar a las moscas. Al final de la jornada la falange se quedó en cuadro por culpa de las deserciones y aumentó el número de amotinados.

Agamenón se sirvió de espías para saber el nombre de los críticos; los hizo detener y azotar, pero al día siguiente varios cientos de hombres se negaron a luchar. Algunos alegaron estar enfermos, pero otros no dieron excusa alguna. Se corrió la noticia y de pronto más hombres se sintieron indispuestos. Arrojaron escudos y espadas en un montón delante de la tarima y bloquearon el ágora. Cuando Agamenón intentó abrirse paso por la fuerza, se cruzaron de brazos y no se movieron.
Agamenón se sonrojó más y más al ver que le negaban el acceso a su propia ágora y apretó con tanta fuerza su cetro de recia madera con bandas metálicas que los nudillos de los dedos se le volvieron blancos. El hombre situado enfrente de él le lanzó un salivazo que cayó a sus pies, y él alzó el cetro y lo descargó con fuerza sobre su cabeza. Todos oímos el chasquido del hueso al romperse. El golpeado se desplomó fulminado.

No creo que el Atrida pretendiera golpearle tan fuerte. Se quedó petrificado, contemplando el cuerpo tendido a sus pies, incapaz de moverse. Un compañero se arrodilló para retirar el cadáver. Tenía la mitad del cráneo hundido a resultas del porrazo. Los hombres pasaron la noticia entre cuchicheos con un sonido similar al de un rayo. Muchos de ellos sacaron los cuchillos. Oí murmurar algo a Louis y enseguida se fue de mi lado.

El rostro de Agamenón reflejó a la perfección la gradual comprensión de su error. Había cometido la imprudencia de dejar atrás a su leal guardia y ahora estaba rodeado. Si había alguien dispuesto a ayudarle, no llegaría a tiempo. Contuve la respiración, convencido de que estaba a punto de verle morir.

—¡Hombres de Hélade! —Todos se volvieron hacia él al oír los gritos.
Louis se había encaramado a lo alto del montón de escudos. Estaba serio, pero parecía un campeón de los pies a la cabeza, era hermoso y fuerte—. Estáis enfadados.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now