Capítulo 27

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A lo lejos, dos hombres caminaban por la estrecha lengua de arena.
Enarbolaban el emblema púrpura de Agamenón con el símbolo de los heraldos grabado en las túnicas. Les conocía, eran Taltibio y Euríbates, los principales emisarios de Agamenón; se les tenía por hombres discretos que gozaban de la confianza del gran rey. Se me formó un nudo de odio en la garganta. Deseé verlos muertos.

Los heraldos se acercaron entre las miradas furibundas de los guardias mirmidones, que hacían resonar sus armaduras de forma amenazadora. Se detuvieron a diez pasos de nosotros, parecieron pensar que eso bastaría para escapar si Louis perdía los nervios. Me permití regodearme en una serie de imágenes sanguinarias: Louis se les echaba encima, les retorcía el pescuezo y los dejaba sobre el suelo, desmadejados como conejos muertos entre las manos del cazador.

Tartamudearon un saludo sin dejar de mover los pies y con la mirada gacha.

—Hemos venido a hacernos cargo de la custodia de la chica —dijeron a continuación.

El aristós achaion contuvo la rabia y les contestó con sarcasmo y fría acritud.

Toda aquella representación suya de gracia y tolerancia me hizo rechinar los dientes. A Louis le gustaba dar esa imagen de sí mismo, la del joven ofendido que acepta estoicamente el despojo de su premio de guerra y sufre el martirio delante de todo el campamento. Oí mi nombre y vi que todos me miraban. Debía ir en busca de Briseida.
Ella me estaba esperando con las manos vacías, pues no iba a llevarse nada

—Lo siento —musité.

Ella no me dijo «Todo va bien», porque no lo iba. Percibí la cálida dulzura de su
respiración mientras se inclinaba hacia delante y me rozaba los labios con los suyos. Luego, siguió adelante y se marchó.

Taltibio le cogió de un brazo y Euríbates del otro. Ambos hundieron los dedos en la piel de Briseida, y no con suavidad precisamente. Tiraron de ella, deseosos de alejarse cuanto antes de nosotros, obligándola a elegir entre moverse o caer. La anatolia se volvió hacia nosotros. Quise conjurar la desesperación de sus ojos y miré fijamente a Louis, con la esperanza de que levantara la vista y cambiara de idea, pero no lo hizo.

Salieron del campamento a toda prisa y poco después apenas fui capaz de distinguir sus figuras de las de otras siluetas oscuras que caminaban por la playa, comiendo, paseando y cuchicheando sobre la enemistad de sus reyes. La ira me consumió con la misma facilidad que un incendio devora los matorrales.

—¿Cómo puedes dejar que se la lleven? —mascullé, apretando los dientes.

—Debo hablar con mi madre —repuso con rostro demudado, huero, incomprensible como un idioma extranjero.

—Pues vete.

Le vi marcharse. Sentí en el estómago una quemazón como si en él ardieran unas brasas y me dolían las palmas de las manos de tanto como hundía en ellas las uñas. «No conozco a ese hombre, nunca antes le he visto», dije en mi fuero interno. Sentí hacia él una rabia cálida como la sangre. Jamás iba a perdonarle.

Me imaginé destrozando nuestra tienda, destrozando la lira, hundiéndome un  cuchillo en las tripas y sangrando hasta morir. Quise ver su rostro resquebrajado por el dolor y la pena. Quería hacer añicos la máscara de fría piedra que se había deslizado sobre el rostro del chico que conocía. Había entregado a Briseida pese a saber lo que iba a hacerle Agamenón.

Ahora esperaba de mí que yo aguardase impotente y obediente. Nada podía ofrecerle al Atrida a cambio de la seguridad de la muchacha. No podía sobornarle ni suplicarle. El monarca micénico había esperado largo tiempo para obtener ese triunfo, así que no iba a soltarla. Me vino a la mente la imagen de un lobo protegiendo su hueso. En Pelión abundaban ese tipo de lobos capaces de cazar hombres si el hambre les acuciaba lo suficiente. «Si uno te acechara, debes darle algo que desee más que a ti», me había aconsejado Quirón.

The Song of TwoWhere stories live. Discover now