44. No fue del todo mentira

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—Este apartamento me lo dejaron mis padres al morir —habló, manteniendo el semblante serio, firme

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—Este apartamento me lo dejaron mis padres al morir —habló, manteniendo el semblante serio, firme. Observó en su suegra a quien se le borró la sonrisa por tal majadería—, me pertenece a mí. David no es su dueño, ni recibirá la mitad cuando nos divorciemos porque nunca, en lo que estamos casados, aportó un peso para servicios o para pagar el impuesto anual. Lo único que se encargaba de pagar él era el internet que ni siquiera tenía derecho a usar porque decía que con eso tenía excusas para serle infiel.

»Me acusa de engañar a su hijo; ¿tiene pruebas acaso? —inquirió, endureciendo más el ceño, recordando los consejos de su abogada de no dar pie a especulaciones ni afirmar nada porque a fin de cuentas nunca fue encontrada en una situación comprometedora como si fue descubierto David en varias ocasiones cuando ella llegaba al apartamento para hallarlo acostado con una mujer distinta en la cama que compartían.

—¡Mi hijo te vio! —exaltó su suegra, casi fuera de su cabales, alanzando el dedo índice al frente para darle énfasis a sus palabras—, te vio de puta en el trabajo con un tipo, el mismo que lo golpeó y casi lo mandó al hospital.

—Ese tipo no me tocó, no me besó, no me hizo nada para que pensara que le era infiel, en cambio yo si encontré a David muchas veces con una mujer diferente en esta cama. —Apuntó al lecho a su costado, volviendo a cruzar los brazos al final—, y cada que le reclamaba por eso me golpeaba, y usted señora Berta, sabía de eso, y en vez de escarmentarlo no hacía sino hablarle de una buena mujer que conocía en la iglesia, sugiriéndole que se divorciara para que se casara con esa buena mujer porque según usted, yo no merecía estar con él.

—¡¿Cómo te atreves estúpida a hablarme así?! —alegó la aludida, con el rostro rojo de colera. Avanzó un par de pasos hacia Mérida quien no pudo ante su intimidación porque le recordó a David; eran tan parecidos en aspecto, compartían hasta el mismo color de ojos, negros, impregnados de un odio desmedido hacia ella—. ¡¿Quién te crees que eres?! ¡Con lo que dices demuestras la calaña que eres! Una cualquiera que lo único que quiso de mi David fue hundirlo, mandarlo a la cárcel cuando lo que hizo fue velar por su matrimonio.

»¡Mírame cuando te hablo, estúpida! —gritó fuera de sí, elevando la mano para propinarle una cachetada a Mérida quien, desencajada, luego de la espabilada por el golpe, alzó el rostro para encararla con perplejidad. Berta nunca le levantó la mano; la insultaba, humillaba y menospreciaba, dejándole el trabajo sucio de los escarmientos físicos a su marido. Que llegara a ese punto le dio a entender que, así su esposo estuviera en la cárcel, si Berta permanecía en su vida, el maltrato jamás acabaría—. ¡Te prohíbo que me vuelvas a hablar así! No eres nadie ni nada, por mi hijo es que mantienes esta casa, por mi hijo es que tragabas y ahora por mí estarás suplicando que te perdone, porque esto no lo voy a dejar pasar. Te vas a arrepentir de acusarme de algo así y te vas a lamentar del día en que mandaste a David a la cárcel porque sépalo, que voy a hacer lo imposible por sacarlo de allí.

Le caló la amenaza, la imposición con la que se expresó. Tembló de pánico, del terror porque cumpliera su palabra. Vertió un par de lágrimas influenciadas por sus miedos más profundos, por las memorias de las tantas golpizas. Le dolió tanto el corazón al pensar que volvería a recibir insultos y golpes, que David andaría suelto y que cuando menos se lo esperara, la haría pagar por mandarlo preso.

Lamento Meridiano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora