28. El tiempo que hiciera falta

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Los días transcurrieron sin avisar, lentos, a la vez sin sentido. Las horas pasaban desapercibidas, el día a veces se convertía en noche en un parpadeo, y a esa era a la que más tedio le tenía. Porque no dormía bien; el estado onírico que debería brindarle horas de paz le entregaba visiones de sangre, tristeza y desesperanza.

En ocasiones se despertaba agitado por el grito de esa mujer que se reproducía justo antes de salir de esa pesadilla que tuvo la desgracia de vivirla, donde sostenía su débil cuerpo, suplicando a quien fuera que la tuviera bien. Porque no eran visiones ni se estaba volviendo loco, era su mente perturbada recordándole lo que vio y no alcanzó a evitar.

La culpa no lo abandonó desde entonces; se arrepentía de no verlo a tiempo, de pensar en él y no en lo que ella padecía. En ocasiones llegó a reprenderse por no cuidarla bien, por exigirle en vez de entenderla, por no indagar y si juzgar sin conocer las razones. Eso era lo que no lo tranquilizó en los días venideros a esa tragedia que se pudo impedir, pero que la gente alrededor prefirió ignorar.

Salió de su turno rumbo a su destino fijado durante esos largos diez días. Desde lo que pasó, procuraba hacer su trabajo sin protestar con tal de evitar retrasos o adelantar trabajo para salir más temprano. En el trayecto hacía una parada obligada en una tienda de tatuajes donde también vendían artículos de bandas de rock y compraba un parche de una banda de rock.

Con ese obsequio se iba a su meta final, ese lugar que se acostumbró a su presencia pues hasta los guardias lo fueron conociendo y ni le pedían identificación para pasar. Se memorizó los pasillos que recorría, los atajos para llegar más rápido; de la impaciencia hasta se subía las escaleras en un santiamén, le estresaba esperar el ascensor.

En el piso indicado no tenía necesidad de preguntar la habitación donde ella reposaba, llegaba y con saludar a la enfermera jefe del turno nocturno pasaba sin inconvenientes. Por ser un lugar de exclusivo acceso, a esa hora no había más que el personal y los pacientes internados.

Con un tapabocas puesto, siguiendo el protocolo, una enfermera al pendiente de la sala de cuidados intensivos le dio las indicaciones debidas para verla. Le regalaban pocos minutos por eso los aprovechaba al máximo.

Recorrió en silencio el gran piso de observación para los que estaban en delicado estado de salud. Eran pocas las camillas, pero cada una estaba ocupada con personas de distintas edades y géneros, en su mayoría solos por el estricto control a las visitas.

Entre un espacio dividido por cortinas azules, en una camilla con los equipos necesarios, reposaba la mujer por la que sus noches pasaba en vela ni su mente lo dejaba de atormentar.

Estaba conectada a varias máquinas, desde las que monitoreaban sus signos vitales hasta una que le brindaba oxigeno que no podía tomar naturalmente. Con cautela se acercó y como acostumbraba en su visita, le dio un beso en la frente, suave, duradero, donde deseaba que con eso ella despertara.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now