36. Abrir los ojos

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Una doctora le avisó que le darían el alta luego del fin de semana, que sería en unos tres días y Julieta le indicó que viviría un tiempo en su apartamento mientras se recuperaba

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Una doctora le avisó que le darían el alta luego del fin de semana, que sería en unos tres días y Julieta le indicó que viviría un tiempo en su apartamento mientras se recuperaba. Ambas cosas en apariencias las tomó bien, no se espantó ni dijo nada al respecto, sin embargo, por dentro se reavivó el miedo al recordar la pesada mirada de David sobre ella, amenazándola por no saberse comportar ante la paliza que le propinó.

Su estado físico era bueno; no padecía malestares y si bien perdió fuerza en las piernas por durar casi un mes en cama, por su desnutrición y por los golpes, pudo ponerse de pie cuando la fisioterapeuta en su visita le impartió varios ejercicios para que pudiera caminar. Aun tenía ciertos dolores como los de sus costillas y el brazo que sufrió una lesión en los tendones, algo que no le implicaba quedarse más tiempo en el hospital, lo que le inquietó porque no se sintió lista para enfrentarse a lo que le aguardaba fuera de ese edificio.

Julieta lo intuyó; Mérida no era la misma que al menos procuraba no delatar sus inseguridades. Con mirarla sabía que la asediaba un terror intenso porque no asimilaba que David ya no la atormentaría más, pues su miedo y cierto respeto a ese individuo era más fuerte que el aceptar que se liberó de él. Por eso, al mencionarle que vería a su hijo en su apartamento logró que esa expresión taciturna se esfumara, quedando una de esperanza.

Luego de las tres de la tarde se quedó sola en esa habitación que en un principio se le hizo diminuta. Con una Tablet que Julieta le prestó y con la promesa de que en la noche la susodicha la llamaría, se mantuvo tranquila. Antes de su amiga se fuera, aunque por poco lo mencionó, se guardó el preguntar por Gustavo, si seguía afuera de la habitación, si estaría bien. Su visita le fue irreal, no la asimilaba porque no pensó que luego de cómo rompieron el contacto, él volviera a frecuentarla. De lo poco que hablaron se le grabó el que la buscó hasta su apartamento y evitó que David acabase con su vida; fue como si le declamara de nuevo lo enamorado que estaba de ella, esa noche donde durmieron juntos, escuchando música hasta dormirse. Tuvo el mismo pasmo, el mismo temor, la misma sensación apabullante que le estremeció entera, cundiéndola tanto de inquietudes como de ese fuego intenso que de su corazón nacía. Y fue por esas emociones que no preguntó por él para acostumbrarse a su presencia.

Se creyó descortés por no despedirse como correspondía, pero qué más podía hacer cuando su mente no conectaba con su cuerpo ante una situación así. Porque fue muy inesperado, que se cruzara tan pronto en su desastrosa realidad, de la cual le avergonzaba admitir que era golpeada por su marido.

El aceptar que era víctima de violencia doméstica era un estigma para ella.

Antes, cuando llevaba un par de años casada con David, doña Berta la hizo partícipe de las reuniones y misas de la iglesia, siendo costumbre el que escuchara las pláticas de las amigas de su suegra, que despotricaban de ciertas esposas que no obedecían a sus maridos. Comentarios como «si el hombre la corrige es porque no hace caso» o «una mujer debe obedecer al marido en todo, si no lo hace es porque no lo ama», fueron los que evitaron que confesara los abusos a los que fue sometida, pues no quiso que la juzgaran como una esposa nefasta.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now