32. Antes de verla

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Otro día sin novedad de su estado, uno más en que la ansiedad lo carcomió por no saber nada de ella

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Otro día sin novedad de su estado, uno más en que la ansiedad lo carcomió por no saber nada de ella. Cada que la visitaba le rogaba que despertara, que le hacía falta, que añoraba su compañía, sus pláticas sobre música y, ante todo, que anhelaba oír su voz.

Perdió la motivación, las ganas, siendo la esperanza lo que mantenía su cordura en esos instantes donde se daba por vencido al creer que ella no regresaría. Despertaba tal como se iba a la cama al anochecer, sin ánimos, con pensamientos desalentadores de que en la mañana al abrir los ojos le anunciarían que jamás volvería. Casi no comía, no hablaba con nadie; con Fabián dialogaba lo necesario cuando le preguntaba por Mérida y así mismo no hubo día en que no la pensara, preguntándose cuánto tiempo tendría que aguardar para verla en su esplendor.

También, en su desoladora espera le acompañaron las memorias de las conversaciones con Julieta sobre Mérida. Siguió sin concebir por qué una mujer tan noble aguantó a un hombre así, por qué ese malagradecido la sometió a esa barbarie. Lo consideró una ley universal; el mal detectaba al bien como si fuera su sustento para ser más vil y pasaba la mayoría de las veces con personas indefensas que mostraran una pizca de amabilidad. Mérida era eso, una buena mujer que dio con un monstruo que se alimentó de su felicidad, de su noble corazón hasta dejarla indefensa, vacía, desconfiada de cualquier muestra de cariño. Por eso también se martirizaba al no detectar a tiempo lo que hubo detrás de su comportamiento esquivo, por no detenerse porque reconoció que tuvo la culpa al presionarla a estar con él. Pero qué iba a saber que detrás de esa mujer insegura había un psicópata dispuesto a matarla por no hacer caso a sus dictámenes. Sin embargo, no se justificó; se responsabilizó por no moderarse, por no respetar su espacio, por forzarla sin conocer sus razones. Ese era su karma y a veces sentía que lo pagaba con cada día en que ella no abría los ojos.

Otra mañana se fue, rumbo al trabajo, sin asomarse a la nevera en busca de algo para mascar. Mientras transcurría la jornada levantando cajas y ordenando productos en los estantes veía a su nueva compañera, que contrataron esa semana. No se comparaba en nada a Mérida; era alta, de cabello negruzco bien arreglado y alaciado. Su contextura esbelta, de curvas pronunciadas y su animosidad al hablarle no lo sacaron de esa apatía. La chica no era presumida ni le pareció falsa cuando le saludaba o le preguntaba cómo estaba, sólo que no era Mérida. No paraba de mirarla, anhelando que por arte de magia se convirtiera en la mujer que visitaba en el hospital. Verla acomodar productos, hacer el inventario, escribir en la planilla le traía recuerdos de Meri, su Meri, la que extrañaba con todo el corazón, la que soñaba en ocasiones regalándole medias sonrisas y besos tímidos.

Suspiró con desgano cuando acomodó el último paquete en el estante, en el momento justo en que su compañera le avisó que era mediodía. Con un asentimiento de cabeza y un gracias entre dientes se dio la vuelta para marcharse en otra dirección que no fuera la que ella solía elegir con tal de alejarse de las personas, de cualquiera que quisiera entablar una conversación. Fue a la bodega, su lugar predilecto donde se sumía en su música durante dos horas, en ese rincón que solía compartir con su dama especial. Y como si el pensamiento se la trajera de vuelta, su celular sonó. Con parquedad lo sacó del bolsillo del pantalón y al revisar de quién se trataba el aburrimiento se esfumó, cambiando a cierta inquietud.

Lamento Meridiano ©Kde žijí příběhy. Začni objevovat