5. Dejarlo atrás

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El bus ese día no se atestaba, así que pudo sentarse sola al pie de la ventana. Con los audífonos puestos, escuchó la canción que le enseñó a Gustavo, programándola en bucle mientras recordaba el momento exacto en que se besaron.

Por reflejo cerró los ojos, sonrió por lo vívido que aún se sentía sus labios, la aspereza de su barba acariciándole el mentón, el gruñido que emitió, que asemejó al de un oso. Tal comparación le causó gracia; se burló entre dientes y se tapó la boca. Echó un vistazo para corroborar si alguien la vio, pero cada pasajero iba en su mundo.

Suspirante, se removió en el asiento, se cruzó de brazos y apoyó la sien contra la ventanilla, mirando las calles pasar, en lo que se sumía en la voz del artista que cantó varias veces la letra que le trajo con detalle esa ínfima cercanía que quiso grabarse por siempre, aun preguntándose qué fue lo que hizo para que un hombre como Gustavo se fijara en ella.

Gus, Gus, Gus, lo llamó así en su mente. No era capaz de darle ese mote afectuoso porque pensó no le gustaría, además de considerarlo atrevido de su parte. Otra vez espiró, soñadora, al acordarse que por poco se sentó sobre su regazo, permitiendo que su cuerpo actuara antes sus deseos. No estuvo con alguien como él, alto, bronceado, con un cuerpo atlético y, sobre todo, con tatuajes, recorriéndole un estremecedor escalofrío al pensar en ellos. Le atraían, mucho, sólo que...

Resopló y negó con la cabeza, fastidiada por sus propios reproches. Agarró el celular, lo encendió e ingresó a la aplicación de música para quitar la opción de reproducción en bucle, cambiando de melodía.

Debía dejarlo atrás, en el almacén, en su casa debía centrarse en algo más importantes que en esa aventura.

Alejando los malos pensamientos, bajó el volumen de la música y se arrellanó en su lugar. Antes de que esa vocecita molesta se le diera por recalcarle lo que sucedió, el cansancio la venció, permitiéndole dormir un poco.

Despertó justo antes de llegar al complejo de apartamentos donde residía, una zona residencial alejada del centro de la ciudad. Viajar en transporte público desde el trabajo hasta allí y viceversa le tomaba alrededor de cuarenta minutos, un recorrido agotador dependiendo del día.

Se levantó a tiempo a tocar el timbre en la parada indicada, al detenerse el bus se bajó con parsimonia, ignorando las sensaciones que se despertaban al entender lo que le esperaba. Ensimismada, con audífonos puestos, caminó hacia el complejo, que no era un sitio exclusivo, aunque contaba con portería, cámaras de seguridad y estaba enrejado. Frente a la entrada custodiada, no se molestó en saludarlo al guardia que le dio las buenas tardes quien, con fingida amabilidad, le otorgó el ingreso.

Mérida continuó hasta el bloque B donde identificó un automóvil negro aparcado frente a éste. Había otros más, pero ese en particular era el que acaparaba su atención por el propietario. Procuró pasarlo por alto, más que nada por su tranquilidad mental.

Se adentró al edificio, subió las escaleras y arribando en el tercer piso esculcó su bolso para extraer las llaves de su apartamento que quedaba a mitad del pasillo. Al obtenerlas las metió en el cerrojo, dio dos giros y abrió la puerta sin miramientos, con la mente apagada.

La imagen con la que fue bienvenida le desagradó un poco.

Ver el motivo por el que se levantaba de la cama le robó una leve sonrisa. Su hijo se encontraba frente al televisor con un mando en la mano; eso fue lo que le molestó. Era muy chico para divertirse con ese tipo de juguetes, más cuando el videojuego era de disparos, lo consideró inapropiado. Se colmó de paciencia así que entró a su hogar con una sonrisa amplia para saludar a su hijo.

Lamento Meridiano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora