40. Vida

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El reencontrarse con Gustavo la plagó de interrogantes como de decisiones; una de ellas fue regresar a su apartamento, vivir con su hijo como debió ser apenas se recuperó de sus lesiones

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El reencontrarse con Gustavo la plagó de interrogantes como de decisiones; una de ellas fue regresar a su apartamento, vivir con su hijo como debió ser apenas se recuperó de sus lesiones. No pudo más con ese impedimento que con los días aumentaba, de considerarse un estorbo, de no progresar por su propia cuenta, de depender de otros para siquiera salir de casa. Debía emanciparse de su perturbada conciencia, demostrarle que podía tomar las riendas y qué mejor manera de hacerlo que regresar al hogar que la acompañó tanto en los buenos como en los malos momentos.

—¿Estás segura de que quieres irte? —le consultó doña Berenice, sosteniéndole con suavidad del brazo para captar su atención—. Mira que no nos molesta que estés con nosotras, mijita, puedes quedarte el tiempo que quieras —le aseguró, con tal afabilidad que la acongojó.

Se hallaba en la salida del apartamento en el que duró semanas meses recluida por voluntad propia. Manuel la esperaba afuera; del entusiasmo no paraba de subir y bajar escaleras, correteando por el pasillo del segundo piso y de allí al tercero. El entusiasmo de su hijo la convenció más, no dejarse vencer por su cabeza que de vez en cuando le arrojaba frases derrotistas que no revirtieron su elección definitiva.

Al oír los presurosos pasos del pequeño otra vez alejarse hacia las escaleras, quiso ser asertiva con la amable anciana que aguardaba adentro del apartamento. La inquietud en sus ojos que se encargó de ocultar detrás de una expresión amable no la hicieron desistir pese a que no se sentía del todo lista para asumir la responsabilidad de criar a su hijo sin una figura paterna que la respaldase.

—Si, lo estoy —le afirmó, asintiendo una vez con la cabeza, esbozando una sonrisa de suficiencia, aunque por dentro la carcomía la desconfianza—, ya es momento de que me haga cargo de mí misma y de mi hijo. —Aplanó los labios en una fina línea, reprimiendo el decirle que también lo hacía porque no quería ser más una carga.

Su psicóloga le aconsejó que ante esos pensamientos dañinos se guardara sus opiniones, no por evitar comentarios sino a modo de castigo para eludir las sensaciones que éstos le generaban después, como entrar a ese bucle en donde no paraba de considerarse poca cosa o de compararse con los demás, calificándose de la peor manera. En consecuencia, debía tener la certeza de que sus decisiones eran las mejores para su bienestar, siempre y cuando las eligiera en base a un cambio que favoreciera su estado mental. A su vez, debía darse ánimos, pensar en que todo lo hacía por un bien, para progresar, para retomar lo que perdió.

—Las puertas de esta casa están abiertas siempre para ti, Merita, visítame que de verdad me gusta mucho, mucho tu compañía —le indicó la noble anciana, juntando las manos en oración, muy conmovida porque su querida muchacha, que consideró como una hija, recobrara la valentía, que fuera una mujer más vívida a la que cuidó durante esos meses. Entrevió su miedo por dar ese paso, pero también comprendió que, como toda avecilla, debía emprender vuelo.

—Lo haré, Berita. Si no es molestia vendría al mediodía a comer, o la invitaría a mi apartamento al almuerzo o como veamos —propuso Mérida, algo nerviosa, riendo entre dientes.

Lamento Meridiano ©Where stories live. Discover now