Parte VIII. El joven y la sacerdotisa. Capítulo 3.

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Eiyaltán.

Había logrado acercarse tanto gracias a la espesa oscuridad, mas la benevolencia de la noche no fue la que le permitió advertir la silueta del hombre sino los fuegos que se recortaban a sus espaldas allá en el distante valle.

—Alto en nombre de Iroshtar —se cuidó de alzar la voz, no de sonar amenazante—. Hay dos decenas de arcos apuntándote —mintió. Realmente con él avanzaban solo dos hombres—. Ríndete y te perdonaremos la vida, a ti y a los demás que estén contigo. Tienes mi palabra —agregó, acercándose sin prisas, pisando con cuidado para no resbalar con las rocas sueltas y buscando en la difusa sombra un destello que delatara el filo de un arma en poder del potencial enemigo.

La sombra no respondió. Estaba apenas a dos metros, inmóvil. Los distantes fuegos no permitían apreciar si se trataba de alguien menudo o fornido. Esperaba una arremetida furiosa, un grito de guerra.

Los nervios amenazaban con traicionarlo. ¿Había sido demasiado arriesgado? ¿La oscuridad sería aliada del enemigo en vez de suya? Comenzó a arrepentirse de su arrojo. La impasibilidad del enemigo era alarmante. Pensó todo eso fugazmente, y también en si los hombres que habían quedado con Guren y los caballos tendrían tiempo de ayudarlos en caso de que fueran superados por los contrincantes. Pero todo pensamiento huyó al advertir un par de destellos repentinos ahí en la sombra, unos destellos blancos… y acto seguido los negros riscos se bañaron de reflejos naranjas. Al unísono, penetrantes alaridos rompieron con el silencio de las laderas.

Convencido que se trataba de un asalto comenzó a lanzar fintas a ciegas, como un poseso. No obstante, en medio del frenesí y los desgarradores gritos de sus hombres comprendió que los muy desdichados eran devorados por el fuego. Rodaban en llamas, todo sucediendo con vertiginoso horror. Un segundo después de ser consciente de la terrible escena,un candente abrazo atenazó sus pies y subió por sus piernas. ¡Sus botas se habían prendido de la nada, como si estuviesen embebidas en aceite!

Rodó por la tierra, gritó y trató de apagarlo antes que subiese más. Se quemó las manos, las palmas y el dorso, mientras lo consumía un pánico mayor al que jamás había sentido.

—¡Ah! ¡Ayuda! —se contorsionaba entre las piedras.

Sin previo aviso, las llamas que envolvían sus botas se apagaron como si nunca hubiese existido.

Alzó la vista, jadeante, confundido y asustado, los pies y las manos ardiendo por el reciente beso del fuego y vio, alumbrada por las hogueras en que se habían convertido sus hombres, que la sombra a la que había invitado a rendirse no pertenecía a un guerrero tulvwarense apostado de vigía sino a una mujer. Para mayor horror, en su rostro brillaban dos ojos con un imposible blanco lunar, y de ellos y la nariz brotaba sangre, que goteaba y manchaba sus ropajes, un inconfundible vestido de sacerdotisa.

Fuegos que aparecían y desaparecían, caos, muerte, y esos ojos vacíos de blanco fantasmal…

—¡Déjame! ¡Aléjate de mí, démonik! —empuño la cimitarra, que no había caído lejos cuando trataba de apagar el fuego que devoraba sus piernas. A su alrededor ya comenzar a extenderse el olor a carne quemada, y los gritos de sus desdichados hombres se habían vuelto quejidos espaciados.

Ella, la sacerdotisa, las manos enlazadas delante en ese gesto tan usual en las de su tipo, habló sin alzar mucho la voz:

—Puedo hacerte arder hasta los huesos antes que puedas siquiera tocarme con esa cimitarra. Bájala y dime tu nombre, iroshí.

Estaba paralizado. ¿Una sacerdotisa, una sirvienta de los dioses, usando poderes prohibidos? ¿Poderes de démoniks? Su brazo no respondió y siguió apuntándola con la cimitarra, aunque lo último que pasaba por su mente era intentar algo contra la mujer de escalofriantes ojos de luna.

—Soy... Eiyaltán… —se aconsejó a obedecer.

—Verás, Eiyaltán, necesito mandarle un mensaje a una amiga que está en Yamedal. Solo por eso te he perdonado la vida. No será difícil dar con ella. Se llama Máralad y es bastante popular entre los tuyos.

¿Máralad?

Por un segundo creyó escuchar mal. Pero no.

¡Por supuesto! ¡Resulta que la mercenaria era una démonik de verdad!

—Máralad… sí, la conozco… —le rechinaron los dientes.

¡Si tan solo pudiese apresarla y tirarla a los pies del Consejo, para que con esas mismas palabras cayera la traidora que gozaba del favor del Kaitán!

—Tu amiga será destituida esta noche…  posiblemente en este mismo instante el Consejo de Guerra convocado por el Kaitán la está acusando de traición —se permitió escupir aquello—. Hoy solo habrá dos salidas para esa mercenaria, y ninguna favorable…

Su mente trabajaba: ¿cómo apresar a la sacerdotisa sin arder como un carbón?

—Tú serás la próxima, démonik, en correr la terrible suerte que el espera a esa bruja de Máralad, a menos que cooperes conmigo —continuó. No estaba en posición de amenazar, ni siquiera de hacer contraofertas, pero trataba de ganar tiempo, de consolidar un plan.

—No me interesa nada que puedas ofrecerme, iroshí —la mujer ni se inmutó, ahí bañada del resplandor de los mortales fuegos, los ojos sin pupilas. Y la indiferencia con la que siseó le produjo un escalofrío.

—Escucha... Soy un kayi… soy Eiyaltán de Koirala, hijo del kayi Odernald. Y soy ayudante del Kaitán. Tengo muchas influencias. Dime lo que quieres y será tuyo si colaboras con Iroshtar. Doblaremos lo que sea te pague Tulvwar.

Por un instante le pareció que ella se tambaleaba, aunque quizás era el efecto del viento agitando sus largos ropajes, y esas mangas que parecía alas de un ave a punto de levantar vuelo.

—No me interesa —clavó en él aquel par de ojos tan llenos de luz y tan escalofriantes de vacíos—. Mira los fuegos, kayi de Koirala.

No pudo evitar fijarse los puntos brillantes que latían allá abajo en el valle. En la oscuridad de la noche tal parecía que se trataba de un mar en el que se reflejaban las más brillantes estrellas del cielo.

—Es solo una pequeña muestra del peso que caerá sobre Yamedal. La victoria ya es nuestra —destelló el blanco fuego de los ojos de la mujer cuando volvió a enfrentarlos.

Ahora que lo pensaba, nunca había visto los ojos de Máralad brillar así, ni de noche ni de día, y mira que habían compartido espacio y tiempo juntos… Tal vez era otro tipo de démonik.

—Escucha bien ahora el precio de tu vida, kayi. Te acercaré a Yamedal. Máralad estará ansiosa de tener noticias mías y de mis ejércitos. Dile que estoy aquí, esperando su señal —la vio dar un paso. —Y no te preocupes, cuando arrasemos la ciudadela no correrás peligro.

Apretó la cimitarra: si daba otro paso, se arriesgaría. Necesitaba llevarla a Yamedal, viva o muerta. El Supremo la había puesto en su camino, ahora dependía de él tener el valor suficiente para ganarse esa gloria.

Pero ella no llegó a dar el otro paso, y un entumecimiento repentino le engarrotó los miembros. La cimitarra escapó de su agarre y lo invadió un desmayo, una sensación de desamparo aplastante, y no supo más de sí.

Lo despertó ella, la démonik de rostro sangrante, y al recobrar la conciencia el dolor volvió a sacudir su cuerpo. Se sentía como si lo hubiese pateado un caballo.

—Vamos, kayi, arriba. Ahí está Yamedal.

Se incorporó tambaleante. Estaban en una de las colinas donde el ejército estuvo apostado durante el asedio, en el límite de un bosquecillo de frondosos sicomorrales. Ella estaba a su lado, sus ropajes mecidos por la brisa, y ante ellos se erigía la soberbia ciudadela con sus muros sembrados en enormes fuegos, alardeando de inexpugnable. Pero ahora, habiendo visto lo que vio y sabiendo lo que sabía, la derrota parecía inevitable.

La última guerrera.Where stories live. Discover now