Parte V. El Kaitán de la Ciudad de Hierro. Capítulo 3.

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Sirvarth.

Ya débil e incapaz de colarse en el interior de la ciudadela, el último rayo de sol despedía la larga jornada, en la que seguía reinando la premura de quienes se preparam para un largo asedio.

Sirvarth cabalgaba aplastada por el incierto destino. En contraste, Alcéfir caracoleaba y rebufa entre sus muslos, extrañado de su nuevo jinete. La pierna ya no dolía, no como para prestar atención. Una vez más, su increíble capacidad de sanción respondía.

Ante el brío del semental se apartaban yamedalenses que volvían a sus casas con premura, soldados iroshís transportando vituallas de todo tipo, mercenarios que hacían sus rondas, sacerdotisas envueltas en velos y arrastrando los suelos con las peculiares largas mangas de sus vestidos, chiquillos que jugaban con palos a guisa de espadas…

Algunos bajaban la vista, otros fingían no verla. Pero la mayoría susurraba y la seguía con la vista.

No quería prestarles atención; debía enfocarse en la oportunidad que se abría ante ella y que, como dijese Mudarka, quizás fuese la única para reconducir la tirantez con Ertgarld. Pensar que ya para ellos era una traidora no ayudaba a su intento de templarse.

Y es que temía a sus reacciones, a no ser capaz de dominarse. Había cierto límite, aun indescifrable, que una vez sobrepasado la hacía olvidar razones y la volvía pura rabia y destrucción. Era un útil recurso para el campo de batalla; ahora, podía ser un estorbo.

Antes de impulsarse por el pontón que daba acceso a la parte del castillo que ocupaba Ertgarld, corrigió la postura, irguiéndose en el lomo del magnífico animal. Atravesó el amplio patio plagado de la soldadesca iroshí ahí apostada. Tenían aquellos rostros la misma sombra de duda que había visto mientras se abría paso por las calles: “¿Será realmente una traidora?”

O quizás no se trataba de eso y solo se preguntaban si les había fallado.

Alcéfir arqueó el cuello y resopló cuando su firme tirón lo detuvo:

—Vengo a ver al Kaitán. —Su voz recorrió el patio, cortando lo que fuese que diría Akbar, el soldado que se interpuso entre ella y el edificio. A sus espaldas, muy cerca, había dos centinelas que no se perdían sus movimientos. Los conocía a los tres –como a casi todos ahí–, eran de la guardia personal de Ertgarld. Habían entrenado juntos varias veces.

—Aguarde aquí… Mariscal —respondió Akbar, indeciso en gestos y palabras, y dio media vuelta para adentrarse en el palacete.

Bajó del caballo, sobreponiéndose a la punzada que mordía de vez en vez la herida reciente, y extendió la brida al guarda más próximo.

El soldado, sin embargo, se tomó su tiempo. Por un segundo creyó que no obedecería su muda orden, pero tras unos segundos –demasiado largos para su gusto– él tomó a Alcéfir por la brida y lo condujo a una de las caballerizas contiguas.

Quedó erguida, las piernas ligeramente separadas, una mano en la cadera y la otra en el largo puñal que llevaba en el cinto. La cimitarra había quedado con el caballo.

Volvió a preguntarse si los vítores, alabanzas y muestras de respeto podían ser tan efímeros y falsos, si en el segundo que dejara de ser favorecida todos la apartarían como a una paria.

Sintió una gota de sudor bajar lentamente por su sien aunque el atardecer era bastante fresco. La limpió simulando apartar rebeldes mechones y miró de reojo a ambos lados: los soldados parecían indiferentes, pero sabía muy bien que no la perdían de vista.

Akbar no demoró en regresar:

—El Kaitán la recibirá. Pero debe dejar todas sus armas conmigo.

La última guerrera.Where stories live. Discover now