Parte IV. Enfrentamiento en Vaybora. Capítulo 6.

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Maxe.

Había estado dudando en a quién atacar primero, si a los que tenían pinta de bandoleros, o a los bastiditas del tal Vorsternel, todo esto esperando que Nadiva desatara su magia de guerrera y prendiera fuego a los enemigos, o hiciera llover rayos, o batir el viento, invocar olas, lo que fuese -total, ya los manosdehierro estaban ahí. ¡Pero ella solo se desnudaba!

Por un segundo creyó que se había aliado con una loca, ciego de ansias por encontrar a Sirvarth, hasta que vino aquella voz distorsionada, luego un gruñido, y lo próximo que supo fue de un calor abrasante: Nadiva había mandado fuego a los enemigos -aunque no como Sirvarth hiciera en Piender, no. La vio al retroceder para alejarse, instintivamente, de aquel chorro de fuego. La desnudez de la magi restaba, bañada de destellos, su cabeza de flotantes cabellos rematada en cuernos, con garras en vez de manos, y el atisbo de unos colmillos reluciendo en su escalofriante sonrisa.

Algunos retrocedieron, como él, y otros huyeron del mortal abrazo de las llamas, tanto cazarrecompensas como bastiditas.

El que Vorsternel de Allevand había llamado 'Lindyut' se escudaba tras un pavés junto a un puñado de hombres. Y en cuanto al grupo del bastidita, estaban peor: en una horrible visión, el enano de los manosdehierro se cocinaba con caballo y todo.

Superados los primeros instantes del asombro colectivo, los más valientes cargaron contra Nadiva a una voz del bastidita Vorsternel, que había logrado por apenas un codo esquivar las mortales llamas de Nadiva. Venían los jinetes, protegiéndose con sus sofisticados escudos, desafiando el fuego y los gruñidos de la magi, cada vez más distantes de toda humanidad en ella.

Ya se aprestaba a vender cara su muerte cuando Nadiva lanzó un rugido bestial que dominó todos los gritos, de terror o valor, y los cascos de los caballos que contra ellos cargaban.

Nunca, mientras viviese, lo olvidaría. Pudo verla, una rápida ojeada en medio del caos mortal. Sus rasgos se habían distorsionado mucho más, moldeándola en algo diferente, entre reptil y humano.

Con el potente rugido los caballos se alocaron, los bastiditas rodaron por el suelo. Otros salieron despavoridos. Otros más quedaron reducidos a pedazos de carne llameante.

Cuando el monstruoso rugido resonó por segunda vez, otra columna de fuego lo obligó a retroceder aún más, encandilado, tratando de protegerse de llamas y hombres. Rezó a los Altísimos por que los contrincantes estuvieses tan cegados como él y no lo ensartara de una estocada en medio de aquella confusión.

"¿Qué tipo de magi eres?", cruzó por su cabeza, poniendo otra vez el antebrazo de visera para protegerse del hálito del fuego. En la otra mano seguía blandiendo el arma para defenderse, pero la carga había terminado antes de empezar: alrededor todo era caos, fuego, muerte. Hombres y caballos calcinados. Los que cargaran instantes antes se contorsionaban en el suelo, prendidos en llamas. Otros ya no se movían. Otros, los menos, habían logrado escapar y sus siluetas se perdían, desdibujadas por el humo y las lenguas del fuego.

Por entre el remolino candente vio al tal Lindyut retroceder, también a Vorsternel. Su grito le hizo creer que volverían a intentar una carga, pero no. Junto a otro de sus acompañantes, vio al bastidita gesticular y proyectar un halo azulado hacia Nadiva y su fuego.

No tuvo tiempo de preocuparse siquiera, todo sucedía más rápido que lo que su cabeza lo procesaba: si creyó que lo había visto todo, se equivocaba. Nadiva comenzó a cambiar: la desnudez se ensanchó, creció grotescamente entre el remolino andiente que fundía el suelo, se agigantó con crujidos de escamas y bufidos, entre humo y lenguas de fuego que alcanzaban varios metros de alto, y ante él y todos los ahí presentes se irguió escupiendo fuego una criatura que solo existía en viejas crónicas.

¡Un draco, Altísimos! Uno de esos que aún se apreciaba en tallas antiquísimas que habían sobrevivido a las guerras y al paso inexorable del tiempo.

Era un draco. Un enorme draco de alas negras.

Y, como los dracos, de la boca reptiliana de mil colmillos tan filosos como dagas, el fuego brotaba como si de una fragua viva se tratase. Y los ojos. Los ojos de Nadiva brillaban, pura magia, odio, fuego. Destrucción a voluntad.

Se olvidó del bastidita Vorsternel, de sus ganas de venganza, de Liand, de su amada Sirvarth, de sus anhelos, y de su promesa. Era imposible no fuera así entre el batir de enormes alas, del suelo temblando a sus pies, y la horrible visión de aquel monstruo en el que se había convertido Nadiva y que arremetía contra todos con su tormenta de fuego.

La última guerrera.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora