Parte I. La Fortaleza de Piender. Capítulo 5.

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Liand.

Al compás del extraño cántico que entonaba Sirvarth la brisa se tornó vendaval, y tan fuerte que comenzó a lanzar escalas, armas y hombres en todas direcciones como si se tratase de monigotes de paja. En medio de aquella confusión, él se abría paso como podía hasta donde ella flotaba.

Estaba entendiendo: Las Cortes se deshacía de todo lo que supusieran una amenaza, y esa guerrera magi era más de lo que podían controlar.

Cuando estuvieron antes junto a la destartalada catapulta y la humareda le irritaba los ojos, vio los de ella enrojecidos de rabia y estupor por lo que le acababa de confesar. Así de cerca, vio cicatrices en su rostro que antes había ignorado, incluso una en el cuero cabelludo, semioculta por los mechones de su recortado cabello. Había escuchado de cómo se hacía un guerrero imperial, y costaba creer que ella había sobrevivido a eso. Que encima sus creadores amañaran su destino, la desecharan condenándola a muerte con una mentira, era más de lo que podía soportar. Ese papel que ella había estrujado la convertía en víctima, igual que él lo fue un día, por motivos diferentes. Quizás eso lo imantaba hacia ella, a querer salvarla constantemente, aunque la verdad debía importarle un comino, sobre todo porque la había visto peleando y ella sabía defenderse muy bien. Quería con todas sus fuerzas que el destino le deparara algo mejor a ella.

-¡Sirvarth! -la llamó varias veces, pero ella parecía no escucharle. Flotaba recortada contra la tormenta, inmóvil.

A pesar del vendaval, los hombres habían reanudado el combate al ver que ella no hacía más que quedar guindada en aquel cielo de plomo. Entre gritos, porque ya empezaban a lanzarle flechas y virotes, él se abría paso desde uno de los flancos hacia la plazoleta, dando mandobles a diestra y siniestra a la vez que se preguntaba cómo bajarla de ahí antes que uno de los arremolinados proyectiles hiciese blanco en ella.

Pero Sirvarth estaba a salvo. Lo comprendió cuando, horrorizado, vio una flecha atravesarle el pecho, seguida de otras, que se le encajaron en las piernas, y otra más en el abdomen. Pero la guerrera no caía, ni siquiera sangraba. Su voz se alzaba a pesar del rugido del viento y los relámpagos que comenzaban a caer por toda la fortaleza.

A poco, ya nadie combatía. Piender parecía un barco a la deriva. La lluvia azotaba con los golpes de viento huracanado. Los rayos estallaban a voluntad sobre la vieja fortaleza. Nadie recalaba ya en ella, que flotaba como las antiguas representaciones de las deidades élficas, porque todos estaban ocupados en aferrarse a algo para no salir disparados por el vendaval.

Vio, agarrándose de cuerpos de camaradas y enemigos para avanzar, y no sin pavor, como los invasores comenzaban a incendiarse a pesar del torrencial aguacero. Sus alaridos mientras estallaban en llamas y se quemaban vivos en un pestañazo hubiesen sido la máxima expresión del horror si un crujido escalofriante no atravesara la fortaleza de una punta a la otra, haciendo que el macizo arco de piedra que unía Piender con tierra firme se viniera abajo en mil pedazos, estampando sus enormes bloques en el mar que rugía debajo.

Y así, ante sus ojos, la vieja Piender La Inexpugnable comenzó a desmoronarse en un abrir y cerrar de ojos como si en vez de rocamadre estuviese erguida sobre arena.

Sobreponiéndose al pavor, ganó en frenética carrera una de las torres y desde ahí vio la distintiva barbacana, la torre contigua, las calles incendiadas, los cadáveres y los heridos en las murallas, asaltantes envueltos en llamas y defensores despavoridos, todo caer por el abismo al embravecido mar.

Solo quedó en pie la ciudadela con su plazoleta y la rechoncha torre en la que se resguardaba de puro azar. Alrededor se multiplicaban los rayos y la furia de todos los vientos.

Parecía el fin del mundo.

La última guerrera.Where stories live. Discover now