Parte I. La fortaleza de Piender. Capítulo 2.

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Maxe.

El estruendo de un muro al derrumbarse rasgó el clamor de la lucha. A él le pareció que era el preludio de la derrota. Tras un mes resistiendo, los hombres ya estaban al límite de sus fuerzas, y él, veterano guerrero, que tantas batallas había visto ya, no dudaba que el fin de acercaba a todos ellos.

-¡Señor, la muralla exterior de Puerta Este ha caído! -Un mensajero llegó corriendo ante Liand, el más reciente comandante de la fortaleza. -¡Dorg y su gente no aguantará mucho más! -jadeaba el hombre. Tenía toda la cara llena de sangre, sudor y tierra. Alrededor, en la convulsa la empalizada, iban y venían hombres llevando armas o trayendo heridos, gritando, rugiendo, sangrando.

Desde la muerte de Kurtan a principios del asedio, tres caudillos más habían ocupado el puesto y caído en el cumplimiento del deber. Liand, una vez tomado el cargo, lo había elegido por su experiencia como uno de sus oficiales. Estaba a su lado cuando llegó el mensajero.

-¡Maxe! -vociferó Liand, con el rostro crispado por la noticia. Se esperaba que Puerta Este aguantara un poco más. -¡Maxe, ve por Barstan! ¡La reserva a Puerta Este!

Ágil de piernas aun, salió corriendo, aguantándose la espada para que no le golpease en el costado, y se internó en uno de los torreones que se alzaban en el otro extremo de la explanada en la que, bajo unos muros, se parapetaban. Bajó, ya en su interior, por las escaleras que conducían a uno de los cientos de túneles en las entrañas de la fortaleza. Alguien no familiarizado se hubiese extraviado en los oscuros vericuetos de aquel enjambre de galerías, pero él era de los que se los sabía de memoria.

-¡Barstan, la reserva! ¡Puerta Este cayó!

Un centenar de hombres aguardaban, encabezados por el joven, que había sido ascendido a oficial dos semanas atrás. Al escuchar su grito, Barstan dio la orden y todos salieron cuan torrente humano por aquellos pasadizos rumbo la superficie.

Antes de marchar con ellos, y mientras él tomaba aliento para emprender el regreso, Barstan se le acercó:

-Sirvarth está aquí, Maxe. Creí que deberías saberlo como ayudante de Liand.

-¿Qué?

-La acabo de ver allá abajo, cerca de los accesos, al oeste. Iba a mandar un hombre a informar ahora mismo.

-¿Cómo estás seguro que era ella y no un maldito invasor tratando de colarse?

El acceso por los farallones era prácticamente imposible a menos se conociesen los túneles. Encima, desde el balcón tallado en piedra que servía de puesto de guardia y por el que el Barstan se habría asomado y divisado a Sirvarth, una larga caída de trescientos metros, si no más, separaban al ojo humano ahí arriba de las escabrosas rocas azotadas por el mar.

-Era Sirvarth, Maxe, por los Altísimos te lo juro -insistió Barstan, ya alejándose, espada en mano. -¿Quién si no ella anda con esa inconfundible capa de guerrera imperial?

Maxe maldijo entre dientes. Se debatió por un segundo en asomarse. Pero no. debía ir arriba. Que Liand decidiera que hacer con ella.

Retomó el camino de regreso sabiendo que las tropas de reserva del joven Barstan solo aplazarían lo inevitable.

Lo sabía antes de emerger de las entrañas de la piedra y ver que las dos macizas torres de la fortaleza y la explanada entre ellas, la ciudadela, era todo lo que quedaban en manos de los defensores. El último bastión.

Ya en las murallas que delimitaban el enclave el enemigo lanzaba escalas y cuerdas, flechas, piedras, virotes, y hasta cabezas cortadas. El resto de la fortaleza, por donde no había enemigos, el fuego devoraba todo, ennegreciendo con su humo el despejado cielo estival y extendiéndose con asombrosa rapidez a pesar de las zanjas cortafuegos.

La última guerrera.Où les histoires vivent. Découvrez maintenant