03: Medidas desesperadas

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Una vez que Tlaesotili y sus hombres partieron, Astli y Tletl reunieron a los hombres del asentamiento para hablarles de la situación y así empezar a pensar entre todos cuál sería el mejor plan de acción a tomar.

La primera sugerencia fue escapar de ahí cuanto antes dado que tenían una semana de ventaja antes de que los guerreros de Aztlan regresaran, pero Astli y Tletl desecharon la idea pues ¿a dónde irían? Y eso si tenían suerte, puesto que era muy probable que Tlaesotili quisiera darles caza sólo por diversión.

La siguiente sugerencia fue pelear por el que ahora era su hogar, pero también la idea fue desechada. Astli y Tletl eran ahí los únicos con conocimiento en combate y una semana no bastaría para preparar una defensa contra toda una horda de soldados bien entrenados.

¿Pedir ayuda a alguna ciudad cercana? Imposible, ellos mejor que nadie sabían que no había ciudad en todo el único mundo que pudiera enfrentar a los poderosos ejércitos de Aztlan.

Al final quedó la opción más lógica: ceder ante las demandas de Tlaesotili y esperar lo mejor.

Sin embargo, aunque casi todos estaban de acuerdo con eso, Astli se negó, alegando que él había construido ese lugar como un refugio para escapar de la violencia y se negaba a convertirlo en un bastión más de esa misma violencia.

Dado que él era el gran orador de Kuauxiko, la decisión debía tomarla él y todos los demás obedecer, por lo que el resto del día se fue en tratar de convencer a Astli de que esa era la mejor opción.

Cayó la noche y Astli no cambió de parecer, pero decidió que mejor todos se fueran a dormir, para así descansar y poder tomar una mejor decisión con la cabeza más fría.

Mientras Xochitl dormía dentro de la choza sin tener idea del peligro que se acercaba, Astli estaba fuera de la vivienda, recargado en una de las paredes de rama mirando las estrellas. Le pareció que brillaban tanto como el día que encontró a Xochitl.

Astli volvió a recordar ese día tan claro como si hubiera ocurrido ayer: Estaban él y Tletl en la compañía del viento del sur con Tlaesotili. Pronto atacarían la ciudad de Uantlan, la cual les habían dicho era un bastión importante para los territorios que pretendían conquistar y que al hacerse con ella su victoria estaría casi asegurada.

Su capitán había notado que a los dos amigos ya no les estaba gustando eso de entrar en combate, por lo que decidió enviarlos de exploradores para ir preparando el terreno una vez que Uantlan cayera. Y fue cuando ocurrió.

Se encontraron con un anciano viajero con el que compartieron algo de pan y durante la comida, este les habló de Uantlan, el centro comercial más importante de la región.

—¡Eso es imposible! —exclamó Tletl preocupado—. ¡Nos dijeron que era un centro de entrenamiento para guerreros!

—Pues les informaron mal —respondió el anciano un tanto burlón, sin saber lo que se estaba fraguando cerca de la ciudad—. Uantlan es sólo una ciudad de granjeros y comerciantes, la más grande sí, pero estoy seguro que yo tengo más de guerrero que cualquiera de sus habitantes.

Los dos amigos se miraron preocupados: debían apurarse a regresar con su regimiento y evitar la masacre que estaba por ocurrir.

Regresaron a Uantlan lo más rápido que pudieron pero ya era tarde. La ciudad había sido arrasada y ahora era consumida por un enorme fuego naranja.

—¡No, no, no! —exclamó Astli aterrado por lo que veía y se introdujo a la ciudad en llamas mientras Tletl le llamaba preocupado.

Astli corrió por las calles buscando sobrevivientes, pero no veía más movimiento que el de las llamas devorándolo todo.

La tierra del AhuízotlWhere stories live. Discover now