Tlachinolli teuatl

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 —¡¿Crees que me vas a comprar con alcohol?! —vociferó Uitstli, la Macuahuitl siempre en alto.

—Oh, vamos, y eso que Ometochtli la hizo con mucho cariño —la deidad azteca acarició la vidriera de la jarra de forma apetecible—. Pero no, no pienso comprarte porque tú no eres un esclavo. Hablemos tú y yo —se llevó un dedo a su pecho, y después, con ese mismo dedo, señaló a Uitstli—, de hombre a hombre.

Uitstli tragó saliva y se mordió el tembloroso labio inferior. De nuevo, la duda lo asolaba, y titubeaba cada vez que trataba de responder pues siempre surgía una posibilidad en su mente. Toda esta situación le parecía tan irreal que le era incapaz de formular una contestación acertada para su locutor. ¿Cómo era posible que, hasta hace menos de dos días, estaba labrando la tierra con Zaniyah, y ahora se paraba frente a frente contra una de las deidades más poderosas del Panteón Azteca? ¡Todo esto era tan surreal...!

Sin decir palabra alguna, Uitstli lo invitó entrar al agitar su Macuahuitl en un ademán. La deidad azteca agarró su enorme Macuahuitl y, de una fluida esgrima, la enfundó a su espalda. Se aproximó a paso lento hacia la entrada, sus pisadas tan fuertes que eran como un retumbar cada una de ellas. Al estar frente a frente con él, Uitstli se dio cuenta de lo alto que era: tan alto que su cabeza apenas le llegaba al hombro a aquella deidad. Debía medir al menos unos dos con cinco metros. De cerca pudo ver mejor su piel azul esmeralda, los tatuajes que, ahora que no resplandecían, veía su color original, el blanco; pudo ver su faja roja adherida a un taparrabos marrón que le llegaba a los tobillos y con huesos humanos decorativos, sus hombreras marrones con incrustaciones de perlas, y su casco con forma de colibrí con plumas verdes y azules que cubrían su nuca.

La deidad se cruzó de brazos y le dedicó una sonrisa al ver como el mortal no mostraba signos de terror o sumisión mientras pasaba al lado suyo. Pero a pesar de que Uitstli tenía su rostro taciturno, en el fondo no paraba de quemar coraje y miedo al unísono, cosa que supo ocultar bien incluso ante la atenta mirada de el Dios de la Guerra.

 Pero a pesar de que Uitstli tenía su rostro taciturno, en el fondo no paraba de quemar coraje y miedo al unísono, cosa que supo ocultar bien incluso ante la atenta mirada de el Dios de la Guerra

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El Dios de la Guerra, Huitzilopochtli, se adentró en el zaguán de la casa. Apreció a detalle el inmobiliario, la mirada paseándose con lentitud exquisita por cada palmo de pared y escombro caído en el suelo. Uitslti cerró la puerta tras de sí, sin quitarle un ojo de encima a la deidad. Huitzilopochtli miró el techo, sonrió al ver los agujeros, y se giró para observar a Uitstli. La tensión que se generó en el ambiente fue tal que Uitstli tenía en todo momento un nudo en la garganta.

—Bonita casa —dijo Huitzilopochtli, el tono de voz afable y de confianza—. Perdóname por la infraestructura. Tengo mi... forma, de "tocar la puerta". 

—Al menos me pediste que entraras —gruñó Uitstli, su voz sonando tensa y desconfiada en cambio—. Qué cordial.

—Cosa que no se la doy a cualquiera —Huitzilopochtli siguió anadeando hasta llegar a los pasillos. Los recorrió con parsimonia, sin apuros, y girando la cabeza para ver hasta la última textura de pared o de recuadro. Al llegar a una de las salas principales, el rostro de la deidad se iluminó de alegría al observar la mesa—. Por fin, un lugar donde sentarme. Ven, Uitstli, toma asiento conmigo. 

Record of Ragnarok: Blood of ValhallaWhere stories live. Discover now