XIII - Rescate

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Barker abrió la cajuela del auto y se apartó de ella para respirar un poco de aire fresco. El atardecer lo había sorprendido de pronto, acompañado con un viento helado que se le metió hasta por el saco.

Dio una larga bocanada al cigarrillo sin despegar la mirada de la cajuela que, a simple vista parecía estar completamente cerrada. Con el pitillo en los labios, metió las manos en los bolsillos y se encaminó al Centro Roosevelt para enfermos mentales. El estacionamiento parecía casi desierto, como era habitual, dado que los pacientes no solían recibir demasiadas visitas. El pueblo de Oyster Bay, si bien no era arcaico, sí conservaba cierto recelo en contra de las enfermedades de índole mental, considerándolas como perniciosas para la sociedad saludable.

Aquello beneficiaba al detective quien, contrario a la opinión popular, odiaba con todo su ser a la gente normal, encontrándose más cómodo entre aquellos locos que a nadie lastimaban y que, para él, simplemente se habían encerrado en sus propios mundos internos para lidiar con la perversión del mundo entero. Una táctica que le parecía mucho más cuerda que la hipocresía que imperaba a su alrededor y entre los suyos.

Reprimió un bostezo de cansancio y se encaminó a la entrada principal. Una vez en el gran complejo, y tras ser recibido por el guardia y la monja de turno, se dirigió presuroso a la sala de visitas en la que Hagler solía pasar la mayor parte del tiempo. Seguramente porque solía estar desierta. Los enfermos acostumbraban vagar por las instalaciones, si es que su condición se los permitía, o dar vueltas en sus propias habitaciones mientras murmuraban palabras que nadie comprendía.

Al llegar, tomó asiento frente al detective. No emitió sonido alguno, pero entendía la soledad de Hagler, quien mantenía su vista en el exterior, pero no hacia los amplios jardines sino hacia el cielo tapizado de nubes. Barker echó un vistazo afuera; el sol amenazaba con marcharse mientras que el viento traía con premura un par de nubecillas que lo eclipsaban por momentos y disminuían la temperatura local.

—¿Cómo estás hoy, Brent? —El detective pareció no escucharlo—. ¿Tienes ganas de salir hoy? —esbozó una sonrisa al tiempo que lo observaba de modo meticuloso.

Hagler desvió entonces la mirada para prestarle atención.

—¿Quieres? —cuestionó el detective al tiempo que tomaba asiento y se echaba el cigarrillo a los labios.

Brent no dejó de mirarlo con esos ojillos cansados y opacos que, por un instante, a Michael le parecieron reavivarse con una chispa desconocida que no había visto hasta ese momento.

***

Samuel abotonó la gabardina negra que usaba casi siempre. Echó una mirada a la cajuela de la que acababa de salir y volvió a dejarla tal y como Barker hiciera antes de entrar al edificio. Había esperado un tiempo prudencial, los exactos veinte minutos que el detective le indicó apenas la tarde anterior.

Tuvieron solo un par de días para fraguar el plan, pero estaba convencido de que daría resultados. Después de todo, tenían un poderoso as bajo la manga y no pensaba desperdiciarlo.

Tomó una profunda bocanada de aire y se dirigió al viejo complejo al tiempo que tomaba el mango del arma que mantuvo oculta en el abrigo. No sabía cómo demonios iba a hacer eso, pero estaba seguro de que tenía que conseguirlo. Era su única oportunidad, la única. Ni siquiera estaba seguro de que Hagler serviría de algo, lo más lógico era pensar que no, dada la condición actual del viejo detective. Lo cierto es que Samuel deseaba sacarlo de ese sitio debido a un absurdo sentido de la lealtad o quizás de culpabilidad. No podía olvidar que aquella terrible noche en que Holly fue destrozada como un muñeco de trapo ante sus ojos, él huyó de la escena dejando al detective inconsciente. No le había quedado más remedio, Barker llegó de súbito y ese hombre lo había estado persiguiendo como un sabueso entrenado. No podía permitirse permanecer una eternidad en una asquerosa prisión.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Where stories live. Discover now