XXIII - Los diarios perdidos

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La sangre se desparramaba sobre sus mocasines de segunda mano. Aquella que brotaba desde la comisura recién abierta en el cuello de la mujer cuyos gritos se vieron asfixiados por el líquido cálido y viscoso que trepó hasta su garganta.

La herida había sido hecha con tal intensidad, que ni siquiera había tenido tiempo para pensar en el dolor que la acechaba.

La muerte era como una suave mortaja que la aprisionó a su asiento, dejándola suspendida en una cruel parálisis.

El enmascarado la rodeó con parsimonia, observando el demencial espectáculo que había puesto en marcha.

Una víctima más. Un monstruo más.


—Oh, no me mires así—susurró él al tiempo que se aproximaba a su rostro. La mujer dio un respingo hacia atrás, con el trapo apretándole la boca y el líquido vital desperdigándose sobre su pecho—. Quita esos ojos que expresan tanta compasión. Yo no soy el monstruo en esta historia, eres tú —su tono de voz se ensombreció—. ¿Creíste que sería tan sencillo escapar de las garras de la justicia divina? Sabemos lo que has estado haciendo con tu amante. —La mujer, ya sin un solo mechón de cabello, se convulsionaba, escuchándolo cada vez más lejano—. Cogiste un pez muy gordo, ¿no es así? —dijo él paseándose a su alrededor—. Me pregunto, ¿qué hacía un hombre como ese a lado de una maestra de kínder? O al menos, eso me preguntaba hasta que descubrí su asquerosa realidad.


Tras decir aquello, arrojó la lejía que tenía preparada en un contenedor junto a la silla. La mujer soltó un quejido casi gutural, débil y vibrante al sentir el líquido penetrando cada una de las heridas insufladas por ese desquiciado hombre.

Jhon se apresuró a coger el viejo féretro que había permanecido oculto en la oscuridad. Lo acercó al cuerpo ajado de la mujer que había soportado sus torturas durante casi tres horas y, acto seguido, cargó con ella para colocarla en su último lecho.


Bárbara no había logrado llegar viva para su enclaustramiento final. Quizás el hombre se había sobrepasado esta vez, pero era imperativo que obtuviera toda la información necesaria que aún le hacía falta por conocer sobre esa mujer y su amante. No podía fallarle a ella, a su Caronte.

La dejó caer dentro de la caja de caoba y la observó por última vez. Se trataba de una mujer de treinta y dos años, de aspecto jovial y mirada de ángel. Un depredador despreciable que había utilizado aquel estandarte de belleza y frescura para cometer los actos más despreciables jamás concebidos.


Bárbara era una maestra de preescolar, y no de cualquier preescolar, sino de una institución gubernamental de gran importancia en toda la ciudad, donde se congregaban los vástagos de las personas más necesitadas de Nueva York. Un sitio de apoyo a aquellos que menos tenían.

El hecho de cometer aquellos pestilentes actos en el corazón de una estancia infantil en la que los padres solían depositar su confianza entera, no solo resultaba despreciable, también era sumamente peligroso.


Para Jhon, aquella mujer de apariencia juvenil y mirada afable, era un monstruo, un depredador sanguinario que se ocultaba detrás de una máscara inocente. Un lobo muy bien disfrazado que provocaba confianza con tal facilidad, que era muy probable que ningún policía habría puesto las manos sobre ella en toda su pútrida existencia.

No. Aquellas alimañas requerían de un cazador experimentado, alguien con la sagacidad suficiente como para detectarlos y darles una muerte digna de ellos, solo concebida para aquellas miserables plagas.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Where stories live. Discover now