XII - Uno más

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Uno más, un desviado más que era conducido de modo abrupto ante la presencia de Dios. El enmascarado rodeó al hombre mientras este aún hacía esfuerzos por recuperar el aliento. Llevaba horas en aquel sitio pestilente y oscuro, soportando todas las vejaciones que ese desalmado descargaba sobre él. Pero no se sentía enojado por ello. Las imágenes que le habían sido mostradas en aquel viejo proyector eran más que suficientes para obligarlo a aceptar con resignación cada golpe, cada laceración, cada corte y cada descarga eléctrica.

Lo merezco, lo merezco, Dios mío, lo merezco.

Mientras era sometido a la más bárbaras de las torturas, Paul no dejaba de mirar esa última imagen. No era ni por lejos la más horrenda, pero le había dejado un regusto muy amargo en el estómago. Una sensación de sofoco reptó hasta su garganta y el vómito le llenó la boca de un olor a inmundicia.

Era cierto aquello de que todos desean comer, pero nadie está dispuesto a ver cómo asesinan a la vaca. Paul no podía más que odiarse a sí mismo por el sufrimiento que había causado a aquellos pobre angelitos que no tenían la culpa de sus depravaciones animales. Siempre se preció de no maltratar a ningún infante, de que todos sus cochinos encuentros habían sido consensuados. Las casas de citas daban esa imagen a los clientes, haciéndolos creer que todos sus trabajadores se encontraban ahí por su elección, sin embargo, la mecánica del mercado negro detrás de aquella oscura perversión era algo que jamás podría olvidar.

Como buen hombre de prestigio, con algo de nivel económico y soltero, podía visitar los lugares que deseaba, degustar la mejor comida, beber los mejores vinos y visitar a las mejores prostitutas adolescentes de países como Filipinas y Japón. El turismo sexual era una de sus pasiones más arraigadas y no hesitaba a la hora de elegir a sus servidores, ni siquiera cuando las edades no concordaban con lo que ellos mismo decían tener. Ante él habían desfilado rostros tan dulces y pequeños que no era posible que pasaran de los doce, pese a que él, en aquellos momentos de excitación, intentase obviar la evidente apariencia de sus víctimas.

Sí, todos fueron víctimas de sus fauces asquerosas. Todos soportaron la marea de sus grasas malolientes sobre sus cuerpecitos, quizás intentando ocultarse en algún rincón oculto de sus mentes para intentar al menos reducir un poco la tortura de sentirse ultrajados, humillados y heridos. Mientras él viajaba a un mundo de placer sin pensar en las consecuencias de sus actos.

De forma estúpida había imaginado que su posición social podría ocultarlo de las manos de la justicia, y lo cierto es que lo había logrado durante mucho tiempo. Pero la justicia de aquel enmascarado iba mucho más allá de cualquier corrupción o error humanos. Este hombre era un enviado de Dios, de eso no había duda alguna.

Su cabello había sido cortado con violencia y de su cabeza brotaban sendos hilillos de sangre. El asesino lo tomó por la frente y lo obligó con furia a elevar el mentón y observarlo directamente a los ojos. El rostro de Paul era una masa sin forma, hinchada y sanguinolenta.

—L-Lo, lo siento —tartamudeó, no solo por la inflamación de sus labios sino por el terror de volver a sentir sobre su cuerpo la mano firme de aquel desquiciado.

—¿Crees que una disculpa va a remediar lo que hiciste? ¿Cuántas víctimas fueron, Paul? —El hombre movió la cabeza en negativa—. ¿Cuántas crees tú? —inquirió al tiempo que llevaba el filo de una navaja a su cuello.

Paul intentó hacer un cálculo rápido, cerrando los ojos al encontrar la respuesta más evidente.

—Decenas —se atrevió a responder. Sabía que el silencio sería una peor respuesta.

—¿Veinte? ¿Treinta?

—Al menos, ochenta.

El hombre lo dejó unos momentos y comenzó a caminar a su alrededor.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Where stories live. Discover now