Capitulo 2

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—¡Diam, apaga la luz!
Serena reía tontamente mientras miraba a su marido desnudarse delante de ella. Éste bailaba por la habitación haciendo un striptease, desabrochándose lentamente la camisa blanca de algodón con sus dedos de pianista. Arqueó la ceja izquierda hacia Serena y dejó que la camisa le resbalara por los hombros, la cogió al vuelo con la mano derecha y la hizo girar por encima de la cabeza.
Serena rió otra vez.
—¿Que apague la luz? ¡Qué dices! ¿Y perderte todo esto?
Diamante sonrió con picardía mientras flexionaba los músculos. No era un hombre vanidoso aunque tenía mucho de lo que presumir, pensó Serena. Tenía el cuerpo fuerte y estaba en plena forma, las piernas largas y musculosas gracias a las horas que pasaba haciendo ejercicio en el gimnasio. Su metro ochenta y cinco de estatura bastaba para que Serena se sintiera segura cuando él adoptaba una actitud protectora junto a su cuerpo de metro sesenta y cinco. No obstante, lo que más le gustaba era que al abrazarlo podía apoyar la cabeza justo debajo del mentón, de modo que notase el leve soplido de su aliento en el pelo haciéndole cosquillas. El corazón le dio un brinco cuando se bajó los calzoncillos, los atrapó con la punta del pie y los lanzó hacia ella, aterrizando en su cabeza.
—Bueno, al menos aquí debajo está más oscuro. —Serena se echó a reír. Siempre se las arreglaba para hacerla reír. Cuando llegaba a casa, cansada y enojada después del trabajo, él se mostraba comprensivo y escuchaba sus lamentos. Rara vez discutían, y cuando
lo hacían era por estupideces que luego les hacían reír, como quién había dejado encendida la luz del porche todo el día o quién se había olvidado de conectar la alarma por la noche. Diamante terminó su striptease y se zambulló en la cama. Se acurrucó a su lado, metiendo los pies congelados debajo de sus piernas para entrar en calor.
—¡Aaay! ¡Diam, tienes los pies como cubitos de hielo! —Serena sabía que aquella postura significaba que no tenía intención de moverse un centímetro—. Diam...
—Sere... —la imitó él.
—¿No te estás olvidando de algo?
—Creo que no —contestó Diamante con picardía.
—La luz.
—Ah, sí, la luz —dijo con voz soñolienta, y soltó un falso ronquido.
—¡Diam!
—Anoche tuve que levantarme a apagarla, si no recuerdo mal — arguyó Diamante.
—Sí, ¡pero estabas de pie justo al lado del interruptor hace un segundo!
—Sí... hace un segundo —repitió él con voz soñolienta.
Serena suspiró. Detestaba tener que levantarse cuando ya estaba cómoda y calentita en la cama, pisar el suelo frío de madera y luego regresar a tientas y a ciegas por la habitación a oscuras. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—No puedo hacerlo siempre yo, ¿sabes, Sere? Quizás algún día yo no esté aquí y... ¿qué harás entonces?
—Pediré a mi nuevo marido que lo haga —contestó enfurruñada, tratando de apartar a patadas sus pies fríos.
—¡Ja!
 —O me acordaré de hacerlo yo misma antes de acostarme — añadió Serena.
Diamante soltó un bufido.
—Dudo mucho que así sea, amor mío. Tendré que dejarte un mensaje al lado del interruptor antes de irme para que no se te olvide.
—Muy amable de tu parte, aunque preferiría que te limitaras a dejarme tu dinero —replicó Serena.
—Y una nota en la caldera de la calefacción —prosiguió Diamante.
—Ja, ja.
—Y en el cartón de la leche.
—Eres muy gracioso, Diam.
—Ah, y también en las ventanas, para que no las abras y se dispare la alarma por las mañanas.
—Oye, si crees que sin ti seré tan incompetente, ¿por qué no me dejas en tu testamento una lista de las cosas que tengo que hacer?
—No es mala idea —dijo Diamante, y se echó a reír.
—Muy bien, entonces ya apago yo la maldita luz.
Serena se levantó de la cama a regañadientes, hizo una mueca al pisar el gélido suelo y apagó la luz. Tendió los brazos en la oscuridad y avanzó lentamente de regreso a la cama.
—¿Hola? Sere, ¿te has perdido? ¿Hay alguien ahí? ¿O ahí? ¿O ahí? —vociferó Diamante a la habitación a oscuras.
—Sí, estoy... ¡Ay! —gritó Serena al golpearse un dedo del pie contra la pata de la cama—. ¡Mierd@, mierd@, mierda@! ¡Que te jodan, gilipollas!
Diamante soltó una risa burlona debajo del edredón.
—Número dos de mi lista: cuidado con la pata de la cama...
—Oh, cállate, Diamante, y deja de ponerte morboso —le espetó Serena, tocándose el pie con la mano.
—¿Quieres que te lo cure con un beso? —preguntó Diamante.
—No, ya está bien —respondió Serena con impostada tristeza—.
Bastará con que los meta aquí para calentarlos...
—¡Aaah! ¡Jesús, están helados!
Serena rió de nuevo.
 
Así fue como surgió la broma de la lista. Era una idea simple y tonta que no tardaron en compartir con sus amigos más íntimos, Molly y Nephrite McCarthy. Era Nephrite quien había abordado a Serena en el pasillo del colegio cuando sólo tenían catorce años para farfullar la frase famosa: «Mi colega quiere saber si saldrías con él». Tras días de incesante debate y reuniones de urgencia con sus amigas, Serena finalmente accedió. «Oh, venga, Sere —la había apremiado Molly—, está como un tren, y al menos no tiene la cara llena de granos como Nephrite».
Cuánto envidiaba Serena a Molly ahora mismo. Molly y Nephrite se casaron el mismo año que ella y Diamante. Con veintitrés años, Serena era la benjamina del grupo; el resto tenía veinticuatro. Alguien dijo que era demasiado joven y la sermoneó insistiendo en que, a su edad, debería ver mundo y disfrutar de la vida. En vez de eso, Diamante y Serena recorrieron juntos el mundo. Tenía mucho más sentido hacerlo así, ya que cuando no estaban... juntos, Serena sentía como si a su cuerpo le faltara un órgano vital.
El día de la boda distó mucho de ser el mejor de su vida. Como casi todas las niñas, había soñado con una boda de cuento de hadas, con un vestido de princesa y un hermoso día soleado en un lugar romántico, rodeada de sus seres queridos. Imaginaba que la recepción sería la mejor noche de su vida y se veía bailando con todos sus amigos, siendo la admiración de la concurrencia y sintiéndose alguien especial. La realidad fue bastante distinta.
Despertó en el hogar familiar a los gritos de «¡No encuentro la corbata!» (su padre) y «¡Tengo el pelo hecho un asco!» (su madre). Y el mejor de todos: «¡Parezco una vaca lechera! ¡Cómo voy a asistir a esta puñetera boda con este aspecto! ¡Me moriría de vergüenza! ¡Mamá, mira cómo estoy! Serena ya puede ir buscándose otra dama de honor porque, lo que es yo, no pienso moverme de casa. ¡Jack, devuélveme el put@ secador, que aún no he terminado!». (Esta inolvidable declaración salió de la boca de su hermana menor, Mina, a quien cada dos por tres le daba un berrinche y se negaba a salir de la casa, alegando que no tenía nada que ponerse, pese a que su armario
ropero estaba siempre atestado. En la actualidad vivía en algún lugar de Australia con unos desconocidos y la única comunicación que la familia mantenía con ella se reducía a un e-mail cada tantas semanas). La familia de Serena pasó el resto de la mañana intentando convencer a Mina de que era la mujer más guapa del mundo. Mientras tanto, Serena fue vistiéndose en silencio, sintiéndose peor que mal. Finalmente, Mina aceptó salir de la casa cuando el padre de Serena, un hombre de talante tranquilo, gritó a pleno pulmón para gran asombro de todos: —¡Mina, hoy es el puñetero día de Serena, no el tuyo! ¡Y vas a ir a
la boda y vas a pasarlo bien, y cuando Serena baje por esa escalera le dirás lo guapa que está, y no quiero oírte rechistar más en todo el día! De modo que cuando Serena bajó todos exclamaron embelesados,
mientras Mina, que parecía una cría de diez años que acabara de recibir una azotaina, la miró con ojos empañados y labios temblorososy dijo:
—Estás preciosa, Sere...
Los siete se hacinaron en la limusina: Serena, sus padres, sus tres hermanos y Mina, todos guardando un aterrado silencio durante el trayecto hasta la iglesia.
Aquella jornada era ya un vago recuerdo. Apenas había tenido tiempo de hablar con Diamante, pues ambos eran reclamados sin tregua en direcciones distintas para saludar a la tía abuela Betty, surgida de no se sabía dónde, y a la que no había vuelto a ver desde su bautizo, y al tío abuelo Toby de América, a quien nadie había mencionado hasta la fecha, pero que de repente se había convertido en un miembro muy importante de la familia.
Desde luego, nadie la había prevenido de lo agotador que sería. Al final de la noche le dolían las mejillas de tanto sonreír para las fotografías y tenía los pies destrozados después de andar todo el día de aquí para allá calzada con unos ridículos zapatitos que no estaban hechos para caminar. Se moría de ganas de sentarse a la mesa grande que habían dispuesto para sus amigos, quienes habían estado partiéndose el pecho de risa durante toda la velada, pasándolo en
grande. En fin, al menos alguien había disfrutado del acontecimiento, pensó entonces. Ahora bien, en cuanto puso un pie en la suite nupcial con Diamante, las preocupaciones del día se desvanecieron y todo quedó claro.
 
Las lágrimas corrían de nuevo por el rostro de Serena, que de pronto cayó en la cuenta de que había vuelto a soñar despierta. Seguía sentada inmóvil en el sofá con el auricular del teléfono aún en la mano. Últimamente perdía a menudo la noción del tiempo y no sabía qué hora ni qué día era. Parecía como si viviera fuera de su cuerpo, ajena a todo salvo al dolor de su corazón, de los huesos, de la cabeza. Estaba tan cansada... Las tripas le temblaron y se dio cuenta de que no recordaba cuándo había comido por última vez. ¿Había sido ayer?
Fue hasta la cocina arrastrando los pies, envuelta en el batín de Diamante y calzada con las zapatillas «Disco Diva» de color rosa, sus favoritas, las que Diamante le había regalado la Navidad anterior. Ella era su Disco Diva, solía decirle. Siempre la primera en lanzarse a la pista, siempre la última en salir del club. ¿Dónde estaba esa chica ahora?
Abrió la nevera y contempló los estantes vacíos. Sólo verduras y un yogur que llevaba siglos caducado y apestaba. No había nada que comer. Agitó el cartón de leche con un amago de sonrisa. Vacío. Lo tercero en la lista...
En la Navidad de hacía dos años Serena había salido con Molly a comprar un vestido para el baile anual al que solían asistir en el Hotel Burlington. Ir de compras con Molly siempre entrañaba peligro, y Nephrite y Diamante habían bromeado sobre cómo tendrían que volver a sufrir una Navidad sin regalos por culpa de las alocadas compras de las chicas. Y no se equivocaron de mucho. Pobres maridos desatendidos, los llamaban siempre ellas.
Aquella Navidad Serena gastó una cantidad vergonzosa de dinero en Brown Thomas para adquirir el vestido blanco más bonito que había visto en la vida.
—Mierd@, Molly, esto dejará un agujero tremendo en mi bolsillo —dijo Serena con aire de culpabilidad, mordiéndose el labio y acariciando la suave tela con la yema de los dedos.
—Bah, no te preocupes, deja que Diamante lo zurza —repuso Molly, y soltó una de sus típicas risas socarronas—. Y deja de llamarme «mierd@, Molly», por favor. Cada vez que salimos de compras te diriges a mí así. Sé más cuidadosa o empezaré a ofenderme. Compra el puñetero vestido, Sere. Al fin y al cabo, estamos en Navidad, es la época de los regalos y la generosidad.
—Por Dios, mira que eres mala, Molly. No volveré a ir de compras contigo. Esto equivale a la mitad de mi paga mensual. ¿Qué voy a hacer el resto del mes?
—Vamos a ver, Sere. ¿Qué prefieres?, ¿comer o estar fabulosa? ¿Acaso era preciso pensarlo dos veces?
—Me lo quedo —dijo Serena con entusiasmo a la dependienta.
El vestido era muy escotado, por lo que mostraba perfectamente el pecho menudo pero bien formado de Serena, y tenía un corte hasta el muslo que exhibía sus piernas esbeltas. Diamante no había podido quitarle
el ojo de encima. Aunque no fue por lo guapa que estaba, sino porque no acertaba a comprender cómo diablos era posible que aquel pedazo de tela minúsculo pudiera ser tan caro. Una vez en el baile, la señorita Disco Diva se excedió en el consumo de bebidas alcohólicas y consiguió destrozar su vestido, derramando una copa de vino tinto en la parte delantera. Serena intentó sin éxito contener el llanto mientras los hombres de la mesa informaban a sus parejas, arrastrando las palabras, de que el número cincuenta y cuatro de la lista prohibía beber vino tinto si llevaban un vestido caro de color blanco. Entonces
decidieron que la leche era la bebida preferida, puesto que no resultaría visible si se derramaba sobre un vestido caro de color blanco.
Poco después, cuando Diamante volcó su jarra de cerveza, haciendo que chorreara por el borde de la mesa hasta el regazo de Serena, ésta anunció llorosa pero muy seria a la mesa (y a algunas de las mesas vecinas):
—Regla cincuenta y cinco de la lista: nunca jamás compres un vestido caro de color blanco.
Y así se acordó, y Molly despertó de su coma en algún lugar de debajo de la mesa para aplaudir la moción y ofrecer apoyo moral. Hicieron un brindis (después de que el desconcertado camarero les hubiese servido una bandeja llena de vasos de leche) por Serena y su sabia aportación a la lista.
—Siento lo de tu vestido caro de color blanco, Sere —había dicho Nephrite, hipando antes de caer del taxi y llevarse a Molly a rastras hacia su casa.
 
***
¿Era posible que Diamante hubiese cumplido su palabra, escribiendo una lista para ella antes de morir? Serena había pasado a su lado cada minuto de cada día hasta que falleció, y ni él la mencionó nunca ni ella había visto indicios de que la hubiese escrito. «No, Serena, cálmate y no seas estúpida». Deseaba tan ardientemente que volviera que estaba imaginando toda clase de locuras. Diamante no habría hecho algo
semejante. ¿O sí?

*** Hasta los siguientes capítulos!!!

Posdata Te Amo TERMINADAWhere stories live. Discover now