Capítulo 20

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Serena saltó de inmediato de la cama, se puso un chándal y fue en coche hasta el quiosco más cercano. Al llegar, comenzó a hojear los periódicos en busca de lo que había hecho que Molly pusiera el grito en el cielo. El hombre de detrás del mostrador tosió significativamente
y Serena levantó la vista hacia él.
—Esto no es una biblioteca, señorita. Si quiere leerlo, tiene que comprarlo —dijo el quiosquero, señalando el diario con el mentón.
—Ya lo sé —replicó Serena, molesta por su grosería. La verdad, ¿cómo demonios iba nadie a saber qué periódico quería comprar si tampoco sabía en cuál de ellos aparecía lo que uno estaba buscando?
Terminó por coger un ejemplar de cada uno de los diarios del expositor y tiró el montón sobre el mostrador, sonriendo con dulzura.
El hombre se quedó perplejo y comenzó a pasarlos uno por uno por el escáner de la caja registradora. Detrás de Serena empezó a formarse una cola.
Serena contempló la selección de chocolatinas expuesta delante de ella y echó un vistazo alrededor para ver si alguien estaba mirándola.
Todo el mundo la estaba mirando. Se volvió de nuevo hacia el mostrador. Finalmente levantó un brazo y cogió dos tabletas de chocolate de tamaño extragrande del estante más cercano, pero como las cogió de la parte inferior del montón, el resto de las tabletas comenzó a caer al suelo. El adolescente que tenía detrás resopló y miró hacia otro lado mientras, ruborizándose, Serena se agachaba y comenzaba a recogerlas. Habían caído tantas que tuvo que agacharse y levantarse varias veces. La tienda estaba en silencio, aparte de algunos tosidos procedentes de la impaciente cola que se había formado.
Añadió a hurtadillas unos cuantos paquetes de golosinas a su montón.
—Para los críos —dijo en voz alta al quiosquero para que la gente de la cola también la oyera.
El quiosquero se limitó a gruñir y siguió pasando artículos por el escáner. Entonces Serena recordó que necesitaba leche, de modo que salió corriendo de la cola hasta el otro extremo de la tienda para coger un cartón de leche de la nevera. Varias mujeres chasquearon la lengua mientras regresaba al principio de la cola, donde añadió la leche a su montón. El quiosquero dejó de pasar artículos por el escáner para
mirarla. Serena le sostuvo la mirada con expresión confusa.
—¡Mark! —gritó el quiosquero.
Un adolescente con la cara llena de granos surgió de uno de los pasillos de la tienda con una pistola de etiquetar en la mano.
—¿Sí? —dijo malhumorado.
—Abre la otra caja, ¿quieres, hijo? Creo que aquí tenemos para rato. —Fulminó a Serena con la mirada y ella le hizo una mueca.
Mark se encaminó parsimoniosamente hasta la segunda caja sin quitarle el ojo de encima a Serena. «¿Qué pasa? —se preguntó ella a la defensiva—. No me culpes por tener que hacer tu trabajo». El chaval ocupó su puesto detrás de la caja y toda la cola se desplazó de inmediato. Satisfecha de que ya no hubiera nadie observándola, Serena cogió unas cuantas bolsas de patatas fritas de debajo del mostrador y las añadió a sus compras.
—Fiesta de cumpleaños —masculló.
En la otra cola el adolescente que iba detrás de Serena pidió un paquete de cigarrillos en voz baja.
—¿Tienes algún documento de identidad? —le preguntó Mark en voz muy alta.
El adolescente miró alrededor, avergonzado. Al igual que él antes, Serena resopló y miró hacia otro lado.
—¿Algo más? —preguntó el quiosquero con sarcasmo.
—No, gracias, esto es todo —dijo Serena, apretando los dientes.
Pagó en efectivo y se las vio y deseó para meter todo el cambio en el monedero.
—Siguiente —dijo el quiosquero, señalando con el mentón al cliente que iba detrás de Serena.
—Hola, quisiera un paquete de Benson y...
—Disculpe —le interrumpió Serena—. ¿Podría darme una bolsa, por favor? —pidió educadamente, mirando el enorme montón de comestibles que había encima del mostrador.
—Espere un momento —respondió el quiosquero con acritud—.
Antes atenderé a este caballero. Diga, señor, ¿cigarrillos, pues?
—Sí, por favor —respondió el cliente mirando a Serena con aire de disculpa.
—Bien —dijo el quiosquero—. ¿Qué me pedía?
—Una bolsa. —Serena apretó la mandíbula.
—Son veinte céntimos, por favor.
Serena suspiró ostensiblemente y volvió a abrir el bolso para buscar el monedero. Otra vez se formó una cola a sus espaldas.
—Mark, vuelve a abrir la caja, ¿quieres? —pidió el quiosquero insidioso.
Serena sacó la moneda del monedero, la puso en el mostrador dando un golpe y comenzó a llenar la bolsa con sus compras.
—Siguiente —dijo el quiosquero, mirando por encima del hombro de Serena. Ésta sintió que la presionaban para que se apartara y terminó de llenar la bolsa precipitadamente.
—Aguardaré a que la señora haya terminado —decidió el cliente muy cortés.
Serena le sonrió agradecida y se volvió para salir de la tienda. Se dirigió hacia la puerta refunfuñando para sí misma hasta que Mark, el chico de la segunda caja, la asustó al gritarle:
—¡Eh, te conozco! ¡Eres la chica de la tele!
Sorprendida, Serena se volvió y el asa de plástico se rompió por el peso de los periódicos. Todo el contenido de la bolsa se desparramó por el suelo; las chocolatinas, los caramelos y las patatas salieron despedidos en todas direcciones.
El cliente simpático se arrodilló para ayudarla a recoger sus pertenencias, mientras el resto de los presentes observaba, divertidos y se preguntaban quién era la chica de la tele.
—Eres tú, ¿verdad? —El chaval rió.
Serena le sonrió débilmente desde el suelo.
—¡Lo sabía! —Dio una palmada, entusiasmado—. ¡Eres increíble!
Sí, Serena se sentía realmente increíble de rodillas en el suelo de una tienda recogiendo tabletas de chocolate. Se sonrojó y carraspeó nerviosamente. Luego dijo:
—Perdone... ¿podría darme otra bolsa, por favor?
—Sí, cuesta...
—Ahí tiene —le interrumpió el cliente simpático, dejando una moneda de veinte céntimos sobre el mostrador. El quiosquero se mostró perplejo y continuó atendiendo a los demás clientes.
—Me llamo Kamoi —dijo el hombre, ayudándola a meter la compra otra vez en la bolsa, y le tendió la mano.
—Y yo Serena —contestó ella, estrechándole la mano, un tanto violenta por su exceso de simpatía—. Y soy adicta al chocolate.
Kamoi se echó a reír.
—Gracias por ayudarme —dijo Serena, poniéndose de pie.
—De nada.
Kamoi le abrió la puerta. Era atractivo, pensó Serena, pocos años mayor que ella y con un color de ojos rarísimo, una especie de azul océano. Serena entornó los ojos y lo miró con más detenimiento.
Kamoi carraspeó.
Serena se ruborizó al darse cuenta de que había estado observándolo como una tonta. Fue hasta su coche y dejó la voluminosa bolsa en el asiento trasero, Kamoi acudió a su encuentro. A Serena el corazón le dio un brinco.
—Hola de nuevo —saludó Kamoi—. Verás, me preguntaba si... te gustaría ir a tomar una copa. —Se echó a reír, mirando su reloj—. En realidad es un poco temprano para eso, pero ¿qué me dices de un café?
Parecía muy seguro de sí mismo y se apoyó con total desenfado en el coche contiguo al de Serena. Llevaba las manos en los bolsillos con los pulgares por fuera y aquellos extraños ojos no dejaban de mirarla.
Sin embargo, Serena no se sentía incómoda. En realidad se comportaba con mucha serenidad, como si invitar a una desconocida a tomar café fuese la cosa más natural del mundo. ¿Era eso lo que la gente hacía en la actualidad?
—Bueno, yo... —musitó Serena, vacilante. ¿Qué mal podía hacerle tomar un café con un hombre que había sido tan cortés con ella? El hecho de que fuera guapísimo también ayudaba, claro, pero al margen de eso, lo cierto era que Serena ansiaba un poco de compañía y aquel hombre parecía una buena persona con quien conversar. Molly y Ami estaban trabajando y ella no podía seguir llamando a su madre continuamente, ya que Ikuko también tenía cosas que hacer.
Realmente necesitaba empezar a conocer gente nueva. Diamante había conocido a muchos de sus amigos comunes en el trabajo y en otras actividades sociales, pero una vez que él había fallecido, la mayoría de ellos había dejado de frecuentar su casa. Al menos ahora sabía quiénes eran sus verdaderos amigos.
Estaba a punto de aceptar la invitación de Kamoi cuando éste reparó en el anillo de casada de Serena y su sonrisa se desvaneció.
—Oh, perdona, ni me había dado cuenta...
Kamoi se apartó de ella con torpeza, como si Serena tuviera una enfermedad contagiosa.
—De todos modos tengo prisa. —Sonrió con nerviosismo y se alejó calle abajo.
Serena se quedó mirándolo, atónita. ¿Había dicho algo inoportuno?
¿Había tardado demasiado en decidirse? ¿Había roto una de las reglas tácitas de este nuevo juego para conocer personas? Bajó la mirada a la mano que había provocado la huida de Kamoi y la alianza le contestó con un destello. Suspiró y se frotó la cara con gesto cansino.
En aquel momento el adolescente de la tienda pasó junto a ella con una pandilla de amigos y un cigarrillo en los labios y le soltó un resoplido.
Serena no podía ganar.
Cerró el coche dando un portazo y miró alrededor. No estaba de humor para ir a casa. Se había hartado de mirar las paredes todo el día y de hablar consigo misma. Sólo eran las diez de la mañana y el sol brillante templaba el aire. Al otro lado de la calle, en Greasy Spoon, la cafetería del barrio, estaban montando la terraza. El estómago le tembló. Un buen desayuno irlandés era exactamente lo que necesitaba.
Sacó las gafas de sol de la guantera, cogió los periódicos con ambas manos y cruzó la calle parsimoniosamente. Una señora rolliza estaba limpiando las mesas. Llevaba el pelo recogido en un moño grande y un impecable delantal a cuadros rojos y blancos cubría el estampado de flores de su vestido. Serena tuvo la impresión de entrar en una cocina campestre.
—Hacía tiempo que estas mesas no veían el sol —dijo la camarera alegremente cuando vio llegar a Serena.
—Sí, hace un día precioso —convino Serena, y ambas alzaron la mirada hacia el cielo azul. Resultaba curioso constatar hasta qué punto en Irlanda el buen tiempo se convertía siempre en el tema de conversación del día. Era tan infrecuente que, cuando por fin llegaba, todo el mundo lo vivía como una bendición.
—¿Quieres sentarte aquí fuera, guapa?
—Pues sí, así lo aprovecharé al máximo. Dudo mucho que dure más de una hora. —Serena sonrió y tomó asiento.
—Deberías ser más positiva, chica —le aconsejó la camarera mientras acababa su tarea—. Ya está, ahora te traigo el menú —dijo, y se volvió para dirigirse al café.
—No, no hace falta —la avisó Serena, levantando la voz—. Ya sé qué quiero. Tomaré el desayuno irlandés.
—Muy bien, guapa. —La camarera sonrió y pareció sorprenderse al ver el montón de diarios encima de la mesa—. ¿Estás pensando en abrir tu propio quiosco? —preguntó, y chasqueó la lengua.
Serena bajó la vista y rió al ver el Arab Leader encima de la pila.
Había cogido todos y cada uno de los periódicos sin fijarse en cuáles eran. Dudaba mucho que el Arab Leader publicara algún artículo sobre el documental.
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, guapa —añadió la camarera, limpiando la mesa contigua a la de Serena—, nos harías un favor a todos si obligaras a cerrar a ese miserable cabrón.
Lanzó una mirada iracunda a la tienda de la acera de enfrente.
Serena aún reía cuando la mujer entró en el café.
Serena se quedó un rato sin hacer más que ver la vida pasar. Le encantaba pescar retazos de las conversaciones, era como husmear a escondidas en las vidas de los demás. Lo pasaba en grande imaginando cómo se ganaban la vida, adónde se dirigían tan apresurados, dónde vivían, si eran casados o solteros... Ella y Molly compartían esta afición y les gustaba mucho practicarla en el Café Bewley’s de Grafton Street, ya que era el mejor sitio para ver gente variopinta.
En esas ocasiones creaban pequeños guiones para matar el rato, aunque últimamente Serena quizás estaba empezando a hacerlo con demasiada frecuencia. Una demostración más de que tenía la mente absorta en las vidas ajenas en vez de centrada en la suya. Por ejemplo, la nueva historia que estaba inventando sobre el hombre que en aquel momento se acercaba por la acera cogido de la mano de su esposa.
Serena decidió que nadie sabía que era gay, y que el hombre que iba a cruzarse con ellos era su amante. Observó sus rostros mientras se aproximaban, preguntándose si se atreverían a mirarse a los ojos.
Hicieron mucho más que eso, y ella tuvo que reprimir la risa cuando los tres se detuvieron delante de su mesa.
—Disculpe. ¿Podrían decirme qué hora es? —preguntó el amante al gay encubierto y su esposa.
—Sí, son las diez y cuarto —le contestó el gay encubierto, mirando su reloj.
—Muchas gracias —dijo el amante, tocándole el brazo antes de seguir su camino.
Para Serena, estaba más claro que el agua que aquellos hombres habían empleado un código secreto para acordar una cita. Siguió observando a los peatones, hasta que finalmente se aburrió y decidió vivir su propia vida para variar.
Pasó las páginas de los tabloides y encontró un artículo breve en la sección de críticas que le llamó la atención:
 
«LAS CHICAS Y LA CIUDAD», GRAN ÉXITO DE AUDIENCIA
por Tracey Coleman
A todos aquellos de ustedes que tuvieron la mala suerte de perderse el desternillante documental de televisión «Las chicas y la ciudad» emitido el miércoles pasado, les digo: no desesperen, pues no tardaremos en volver a tenerlo en nuestras pantallas. Este divertidísimo documental, dirigido por el irlandés Jadeite Kennedy, sigue a cinco chicas de Dublín que salen de copas en su ciudad. Las chicas destapan el misterioso mundo de la vida de los famosos en Boudoir, el club de moda, y nos proporcionan treinta
minutos para partirnos de risa.
El programa demostró ser un éxito cuando se emitió por primera vez en Channel 4 el pasado miércoles, dado que los últimos índices de audiencia revelaron que cuatro millones de personas lo sintonizaron en el Reino Unido. La próxima emisión será el domingo a las once de la noche en Channel 4. Esto es televisión de la buena. ¡No se lo pierdan!
 
Serena procuró mantener la calma mientras leía el artículo. Sin duda, era una noticia magnífica para Jadeite, aunque desastrosa para ella. Bastante malo había sido ya que emitieran el documental una vez; sólo le faltaba que ahora lo repitieran. Desde luego se haría necesario mantener una charla seria con Jadeite. La otra noche, apenas lo había reprendido porque lo vio muy entusiasmado y no quería montar una escena, pero a estas alturas ya tenía bastantes problemas entre manos como para encima tener que preocuparse de aquello.
Siguió ojeando los diarios y comprendió por qué se había alarmado tanto Molly. Todos los tabloides sin excepción publicaban un artículo sobre el documental y en uno de ellos aparecía una fotografía de ellas tres unos años atrás. Cómo la habían conseguido era un misterio. Gracias a Dios, los periódicos serios conteníanalgunas noticias importantes, pues de lo  contrario Serena se habría preocupado por la marcha del mundo. Sin embargo, no acababa de gustarle el uso de palabras como «enloquecidas» o «borrachas», ni tampoco la explicación que daba un articulista sobre lo «bien dispuestas» que estaban. ¿Qué diablos insinuaba?
Por fin llegó el desayuno y Serena se quedó mirándolo, pasmada, preguntándose si sería capaz de engullir todo aquello.
—Con esto engordarás un poco, guapa —dijo la señora rolliza al dejar el plato en la mesa—. Te falta un poco de carne en los huesos, estás demasiado flacucha —le advirtió antes de retirarse caminando como un pato.
Serena agradeció el cumplido.
En el plato había salchichas, tocino, huevos, patatas y cebollas doradas en sartén, pudín, alubias, champiñones, tomates y cinco tostadas. Abochornada, Serena miró alrededor, esperando que nadie pensara que era una glotona de tomo y lomo. Río que el adolescente tan plasta se acercaba otra vez con su pandilla de amigos, por lo que cogió el plato y entró a toda prisa en el café. No había tenido mucho apetito últimamente, pero por fin estaba hambrienta y no iba a permitir que un adolescente estúpido y lleno de granos le arruinara el festín.
 
Debía de haber permanecido en la cafetería Greasy Spoon mucho más tiempo del que pensaba porque cuando llegó a casa de sus padres, en Portmarnock, ya eran casi las dos. Contra el pronóstico de Serena, el tiempo no había empeorado y el sol seguía luciendo en lo alto del cielo azul. Contempló la atestada playa de delante de la casa y le costó distinguir dónde acababa el mar y comenzaba el cielo. Los autobuses descargaban pasajeros sin cesar al otro lado de la calle y un agradable aroma a loción bronceadora flotaba en el aire. Por la zona de hierba vagaban pandillas de adolescentes provistos de reproductores de CD a un volumen atronador con los últimos éxitos. Los sonidos y los olores devolvieron a Serena los recuerdos felices de su infancia.
Llamó al timbre por cuarta vez sin que nadie le abriera. Sabía que había alguien en casa, puesto que las ventanas de los dormitorios de arriba estaban abiertas de par en par. Sus padres siempre las cerraban cuando salían de casa, y más aún con una multitud de desconocidos deambulando por el vecindario. Avanzó por el césped hasta la ventana del salón y pegó la cara al cristal para ver si había algún signo de vida. Justo cuando estaba a punto de darse por vencida y bajar a dar un paseo por la playa oyó una discusión a gritos entre Jadeite y Mina.
—¡MINA, ABRE LA MALDITA PUERTA!
—¡TE HE DICHO QUE NO! ¡ESTOY OCUPADA!
Serena volvió a llamar al timbre para añadir leña al fuego.
—¡JADEITE! —Aquél fue un grito espeluznante.
—¡ÁBRELA TÚ, PEREZOSA!
—¡JA! ¿QUE YO SOY PEREZOSA?
Serena sacó el móvil y llamó a la casa.
—¡MINA, CONTESTA AL TELÉFONO!
—¡NO!
—Oh, por el amor de Dios —rogó Serena en voz alta antes de colgar. Marcó el número del móvil de Jadeite.
—¿Sí?
—Jadeite, abre la maldita puerta de una put@ vez o la derribo de una patada —ordenó Serena.
—Oh, lo siento, Sere, creía que había abierto Mina —mintió. Jadeite abrió la puerta en calzoncillos y Serena entró hecha una furia.
—¡Jesús! Espero que no montéis este número cada vez que suena el timbre.
Jadeite encogió de hombros sin comprometerse.
—Papá y mamá han salido —dijo dirigiéndose hacia la escalera.
—Eh, ¿adónde crees que vas?
—Vuelvo a la cama.
—Te equivocas —dijo Serena con voz calmada—. Vas a sentarte aquí conmigo y vamos a tener una larga charla sobre «Las chicas y la ciudad».
—No —replicó Jadeite—. ¿Tiene que ser ahora? Estoy muy cansado.
Se frotó los ojos con los puños. Serena no se apiadó.
—Jadeite, son las dos de la tarde. ¿Cómo es posible que aún estés cansado?
—Porque sólo hace unas horas que he vuelto a casa —contestó Jadeite descaradamente, guiñándole un ojo. Ahora sí que Serena no sintió la más mínima compasión, estaba simple y llanamente celosa.
—¡Siéntate! —le ordenó, señalando el sofá.
Jadeite arrastró su agotado cuerpo hasta el sofá. Se desplomó y se tendió ocupándolo por entero, sin dejarle sitio a Serena. Ésta puso los ojos en blanco y acercó el sillón de su padre hacia el sofá de Jadeite.
—Es como si estuviera en el loquero. —Jadeite se echó a reír, cruzando los brazos debajo de la cabeza y levantando la vista hacia ella desde el sofá.
—Estupendo, porque pienso ametrallarte los sesos.
Jadeite volvió a quejarse.
—Venga, Serena, ¿es necesario? Ya hablamos sobre esto la otra noche.
—¿De verdad creíste que aquello era todo lo que tenía que decir?
«Ay, lo siento, Jadeite, pero no me ha gustado la manera en que nos has humillado públicamente a mí y a mis amigas, ¿nos vemos la semana que viene?».
—Es obvio que no.
—Vamos, Jadeite —agregó Serena, suavizando el tono—. Sólo quiero comprender por qué pensaste que sería tan buena idea no decirme que nos estabas filmando.
—Pero si ya lo sabías —dijo Jadeite a la defensiva.
—¡Para un documental sobre la vida nocturna de Dublín! —replicó Serena, alzando la voz contrariada con su hermano.
—Y fue sobre la vida nocturna —se burló Jadeite.
—Vaya, veo que te crees muy listo —le espetó Serena, y Jadeite dejó de reír. Serena contó hasta diez y respiró lentamente para dominar los deseos de sacudirle—. Ahora en serio, Jadeite —prosiguió en un susurro—, ¿no crees que ya tengo bastante con lo que estoy pasando ahora mismo como para preocuparme de esto también? ¿Y sin siquiera preguntármelo? ¡Te juro por mi vida que no entiendo por qué lo has hecho!
Jadeite se sentó en el sofá y, para variar, se puso serio.
—Ya lo sé, Sere, ya sé que has pasado por un infierno, pero pensé que esto te animaría. No mentí cuando dije que iba a filmar el club, porque eso era lo que tenía planeado hacer. Pero cuando llevé las cintas a la facultad para editarlas, todos dijeron que era tan
divertido que no podía dejar de mostrárselo a la gente.
—Ya, pero es que salió por televisión, Jadeite.
—No sabía que ése era el premio, de verdad —dijo Jadeite, abriendo los ojos desorbitadamente—. ¡Nadie lo sabía, ni siquiera mis profesores! ¿Cómo iba a negarme después de ganar?
Serena se dio por vencida y se mesó el pelo.
—De verdad que creí que te gustaría. —Jadeite sonrió—. Incluso lo consulté con Mina y hasta ella dijo que te gustaría. Siento haberte ofendido —murmuró finalmente.
Serena no paró de asentir con la cabeza mientras Jadeite le daba explicaciones, comprendiendo que sus intenciones habían sido buenas aunque equivocadas. De pronto dejó de moverse. ¿Qué acababa de decir? Se irguió en el asiento con expresión alerta.
—Jadeite, ¿has dicho que Mina sabía lo que había en la cinta?
Jadeite se quedó inmóvil y se devanó los sesos, buscando la manera de deshacer el entuerto. Como no se le ocurrió nada, volvió a tirarse en el sofá y se tapó la cabeza con un cojín, consciente de que acababa de desencadenar la Tercera Guerra Mundial.
—¡No le digas nada, Serena! ¡Me matará! —musitó desde debajo del cojín.
Serena saltó del sillón y subió echa una furia por la escalera, pisando con fuerza los escalones para que Mina supiera que estaba muy enfadada. Mientras subía, fue gritándole y aporreó la puerta de su dormitorio.
—¡No entres! —suplicó Mina desde dentro.
—¡Te has metido en un buen lío, Mina! —exclamó Serena. Abrió la puerta e irrumpió en la habitación con expresión aterradora.
—¡Te he dicho que no entraras! —gimoteó Mina.
Serena se disponía a gritar toda clase de insultos a su hermana, pero se contuvo al ver a Mina sentada en el suelo con lo que le pareció un álbum de fotos en el regazo y lágrimas rodándole por las mejillas.
 
*** En un ratin subo el siguiente capítulo!!!

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