Capítulo 1

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Cuando la cálida luz del Sol se esconde detrás de las montañas y el rosado del cielo que tiñe las nubes empiezan a desaparecer, la oscuridad se abre paso. Inundándolo todo y sumiéndonos en ella. Y en ese momento, cuando no ves más que negro a tu alrededor, es cuando tus miedos salen a relucir. Sin embargo, el hecho de no saber lo qué se esconde en ella, acechándote en las sombras, no es lo que nos asusta. Lo que verdaderamente nos causa ese miedo es el momento en el que te das cuenta de lo verdaderamente débil que eres.

Sin embargo, a veces es más fácil entregarse a la oscuridad. Cerrar los ojos y perderse en ella. Porque de esta forma quizás aprendas a andar a través o, de lo contrario, te perderás en el camino.

Porque siempre asociamos la luz con la vida y la oscuridad con la muerte. Y, ante todo, los humanos elegimos la luz, agarrándonos a la vida hasta que nuestros cuerpos ya no lo resisten más y nuestras almas lo abandonan, dejando un recipiente vacío. Sin embargo, solo a veces, la muerte te sonríe y te preguntas si la oscuridad te tratará mejor que la luz. Y si esa sonrisa es sincera, aprenderás a vivir en ella, a pesar de las renuncias que eso implique. Porque, aunque no lo parezca, dentro de toda oscuridad siempre reside una pequeña luz, que se niega a padecer.



994 d.C.

Todo empezó con una pequeña familia de la burguesía, que movidos por el comercio y el dinero que eso conllevaba se trasladaron a vivir a una pequeña ciudad de mercancías, situada al pie de una montaña. En esa ciudad el frío era permanente y las lluvias abundantes, al igual que las lenguas de niebla que bajaban por la montaña moviéndose silenciosa entre los viejos abetos de ramas inalcanzables. Sin embargo, se encontraba en un punto intermedio entre las dos capitales, la del este i la del oeste, y eso la convertía en un punto estratégico.

La mayor parte de la familia se había quedado en la capital del este, allí donde habían vivido todos siempre. Sin embargo, un matrimonio y sus dos hijos y dos hijas eran los que se habían mudado, pensando en nuevas oportunidades para prosperar en sus comercios y beneficiar a la familia que residía en la capital.

Sin embargo, esa ciudad no era un lugar tan perfecto y tranquilo como ellos creían. Ninguno de los habitantes se adentraba en el bosque, todos le temían a aquello que se escondía en él. Aunque nadie sabría decir con exactitud lo qué era. Muchas historias y leyendas se hablaban por las calles. Había quien se las creía y le tenían respeto y otros que no se creían ni una palabra, aunque lo respetaban y tampoco se adentraban entre los oscuros árboles.

La familia se había asentado en una de las casas del centro de la ciudad hacía ya un par de semanas y esa noche pretendían dar una fiesta, un pequeño banquete, celebrando su propia bienvenida. De mientras empezaban los preparativos, la hija menor –de ocho años de edad- empezaba a subir colina arriba, agarrando con ambas manos la falda de su vestido intentando que no se ensuciara con la tierra húmeda y cubierta de musgo. Levantó la cabeza, observó las copas puntiagudas de los árboles que la rodeaban y se preguntó si aquí llegaría a ser igual de feliz que en su ciudad natal. Sin embargo, al mismo tiempo, ese lugar le llamaba la atención y la intrigaba, preguntándose qué cosas nuevas vería y descubriría.

Aunque el Sol aún brillaba, el bosque ya empezaba a oscurecerse y en un par de horas el Sol se escondería detrás de las montañas y toda la ciudad también lo haría. Así que tenía que apresurarse y encontrar lo que buscaba antes de que anocheciera. Además, sus padres no sabían que se encontraba allí y si tardaba demasiado la regañarían.

- ¿Qué haces aquí? –oyó una voz desconocida, en alguna parte a su alrededor.- ¿Jamás te han dicho que el bosque es peligroso? Vete.

Observó lo que la rodeaba, pero tan solo veía árboles. Entonces, levantó la cabeza hacia donde el bosque se despejaba un poco y se veía una colina empinada. Y, en una gran piedra en medio de esa colina, a unos quince metros de donde se encontraba ella, había un chico sentado y observándola. Tenía una pierna colgando y la otra encogida contra su pecho, sobre la que descansaba un brazo. Tan solo iba vestido con unos pantalones marrón oscuros de tela y tanto su torso como sus pies estaban desnudos. Debía tener más o menos la edad de su hermana, entre quince y veinte años. Su pelo era corto y totalmente negro. Sin embargo, eso no fue lo que más le llamó la atención, sino sus ojos. Eran azules, pero no un azul normal. Eran de un color tan flojo, tan pálido, que le daban un aspecto totalmente espeluznante. Con esos ojos daba la impresión que era capaz de ver a través de ti y arrebatarte el alma. O eso es lo que pensó, aunque ella no se dejaba intimidar fácilmente, pese a su edad.

Las Lágrimas de AnurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora