Ricky sonríe, con la presión de su estómago ya desaparecida. Otra buena acción, una zona de la huerta casi salvada y nadie sufrirá las consecuencias. Tras confirmar al operador que todo va bien, se une a las celebraciones, desde su posición de vigía.

En una cómoda sala llena de operadores, Kibo termina su conversación con una joven cuya abuela casi muere atragantada. Aaron, uno de sus mejores amigos y compañeros de trabajo, corre hacia él.

—¿Has hablado antes con un señor que tenía un incendio en su granero? —Se toma un segundo para jadear, el que necesita Kibo para asentir—. Está en la línea tres. Cógelo ya.

Poniendo los ojos en blanco, pulsa el botón esperando escuchar más quejas hacia el hijo negligente. Nada más lejos de la realidad.

—¿Sí? Soy el operador que le atendió hace media hora.

—¡Ah, sí! Es que se nos olvidó avisar de algo. Tengo la sensación de que es importante.

—¿De qué se trata? —Se irgue en su sitio, con un nuevo formulario preparado.

—¿Sabe el granero de antes? —Apenas hace un sonidito para asentir—. Ahí es donde guardamos toda la comida para los animales, pero también, bueno... —hace una pausa, con un chasquido— los fertilizantes.

La sonrisa de suficiencia de Kibo desaparece, convirtiéndose en una fina línea. Contiene el aliento mientras se lame los labios y tamborilea con los dedos.

—Eso va a explotar en cualquier momento —susurra, más para sí que para el hombre al otro lado de la línea.

—¡Claro, eso es lo que le decía yo al imbécil de mi hijo, que...!

No escucha nada más. Corta la línea al instante, presionando varios botones hasta conseguir acceso a la red de emergencias.

—Aquí sala de operaciones, 122, ¿me escuchan?

—Aquí 122, ¿qué pasa? —Suspira con cierto alivio al escuchar a Merino.

—Acabamos de recibir una llamada del dueño del granero. Dice que ahí almacenan fertilizante.

—Nitrato de amonio —masculla Ricky, aún junto a la boca de incendios.

—Avisa a tus hombres, tenéis que salir de ahí cuanto antes.

Sin siquiera apagar el transmisor, el castaño comienza a correr, alzando los brazos y gritando:

—¡122, RETIRENSE, RETIRENSE! ¡122! ¡RETIRENSE!

Es lo último que dice, lo último que escucha Kibo antes de que una explosión surja desde el interior de un edificio que ya parecía a punto de quedar apagado. Es una onda expansiva que hace que Ricky, que estaba corriendo hacia su equipo, quede suspendido en el aire, para finalmente ser propulsado hacia atrás con tanta fuerza que queda inconsciente.

Las explosiones se suceden, unas desencadenando las siguientes. Kibo, que lo escucha todo a través del bombero con el que hablaba, se levanta en plena sala de operativos, llevándose una mano a la boca, conteniendo el aliento por segunda vez en unos escasos dos minutos.

—Equipo 122, ¿me reciben?

Silencio absoluto. Varios compañeros de trabajo lo miran horrorizados, mientras las llamadas al 112 siguen sonando a su alrededor. Pero él no escucha nada.

—Equipo 122, por favor, responda. —Comienza a temblarle la voz—. ¡Equipo 122! ¡Joder! —Se le escapa un sollozo que todos los transmisores de servicios de emergencias escuchan a la vez—. Equipo 122... ¿Ricky?

El castaño, con un pitido incesante que le está matando las orejas, entreabre los ojos en ese preciso instante.

Madrid. Ocho meses después...

En el improbable caso de una emergencia-RAGONEYWhere stories live. Discover now