ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 16

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ᘛᘚ

Al día siguiente, Erwin estaba abajo, en la tienda, sintiendo como si sus párpados pesasen dos kilos cada uno y estuviesen hechos de papel de lija. Irritable por la falta de sueño, deseó no tener mucho trabajo hoy, pero había estado muy ocupado desde el momento en que abrió la puerta principal. Por lo menos, eso le impedía acercarse a la ventana para ver a Madison.

—Señor, ¿tiene usted clavos Tenpenny? Me estoy construyendo unas cuantas cajas. -

—Smith, será mejor que me des otra botella de linimento Electricatin. Mi espalda me está matando de tanta excavación, y usé lo último que me quedaba en el último frasco que me diste en mi caballo. Oh, y echa también un poco de jamón enlatado y leche condensada. No pienso pagar treinta dólares por un galón de leche fresca. -

—¿Estás listo para venderme ese nuevo martillo que necesito, Erwin?  

Los bienes y el oro cambiaban de manos a un ritmo acelerado, pero la mente de Erwin no estaba en el negocio.

Creía que debió haberse quedado dormido en algún momento durante la noche, pero sólo después de haber estado tirado al lado del saco de arroz durante muchas horas. Lo maldecía y lo bendecía alternativamente por formar una barrera entre él y Madison. Si no hubiera estado allí, no estaba seguro de que se hubiese podido comportar como el caballero desinteresado que había prometido ser aquella tarde fuera del saloon.

No había hablado con Madison aún en lo que iba de día. Cuando había dejado la habitación esa mañana para bajar a la tienda, ella todavía dormía, con la cobija hasta el cuello de su camisón. Pero su pelo suelto de la trenza, fluía a través de la almohada y sobre el borde del colchón, haciéndole pensar en una encantadora princesa durmiente de una antigua leyenda.

Él negó con la cabeza. Dios, que complicado era todo. Esa noche tendría que sentarse a la mesa con ella en el Hotel Fairview y pretender que ella no tenía ningún efecto sobre él.

Aguanta como puedas, se dijo de nuevo. Sólo aguanta como puedas. En un par de meses o así todo habrá terminado. Vendería ese lugar, se compraría un billete de vuelta a Portland en barco de vapor, y conseguiría un pasaje para The Dalles. Madison Tybur sería sólo un recuerdo de una buena acción que decidió tomar. 

Al menos eso esperaba.

A medida que avanzaba la tarde, el tráfico se ralentizó por fin, y decidió cerrar temprano para lavarse y afeitarse. Puede que no fuera del todo malo volverse a arreglarse para cenar. Al menos no tenía que hacerlo todos los malditos días, como hacía en casa.

Justo cuando estaba a punto de mover el cubo de manteca de cerdo que utilizaba de tope en la puerta, Madison entró con la bebé en sus brazos. Annie le dio una gran sonrisa que fue directa a su corazón.

—Oh, ¿te marchas? - Preguntó Madison, sus delicadas cejas levantándose con la pregunta. 

Con ella allí, no quería hacerlo. Dios, estaba preciosa, pensó. Se veía mejor cada día, como una flor abandonada que por fin había encontrado su camino a la luz solar. Un resplandor rosado teñía sus mejillas y labios; y sus ojos azules eran claros y brillantes. Incluso su pelo parecía mágico. Su ropa insinuaba la forma exuberante que había debajo de ella. Su cintura delgada podría encajar perfectamente entre sus manos. Sus caderas se curvaban dulcemente como las olas del mar. Y esos pechos llenos y maduros con leche... Jesús, se estaba volviendo loco pensando en ella.

𝙻𝚊 𝚂𝚎ñ𝚘𝚛𝚊 𝚂𝚖𝚒𝚝𝚑 | Erwin SmithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora