ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 5

807 96 23
                                    

Demonios, era tan silenciosa y sigilosa, que si el lugar fuese más grande, fácilmente podría fingir que no estaba allí en absoluto, y que todo estaba igual que antes. Pero ella estaba sentada al otro lado de la mesa frente a él, lo cual era algo condenadamente extraño. En busca de una distracción, probó una galleta. Estaba crujiente por fuera y blanda por dentro, por lo menos sabía cocinar.

—Está muy bueno —dijo, mirando a la parte superior de su cabeza gacha. — Siento no tener mucha comida aquí arriba.

Ella levantó la cabeza, su rostro pareció iluminarse por un instante. — Oh, no pasa nada. Cuando vivía en casa, muchas veces tuve que preparar comidas con menos que esto. No podíamos permitirnos más.

—Bueno, pues está muy bueno, repitió, tratando de imaginar qué sería — menos que eso.

—Gracias, murmuró ella, refugiándose en sí misma de nuevo.

Esa situación era imposible, pensó, y tragó el resto de su comida sin saborearla. Sentía su mirada en él cuando no la estaba mirando, ella nunca buscaba su mirada. No hablaba, estaba nerviosa e intranquila. Él no quería que estuviese tan apocada, en silencio y con tanto miedo. Tener a alguien para cocinar y limpiar no hacía que eso mereciese la pena.

Echó un vistazo a la cama, se enderezó, y deseó poder rebobinar el tiempo. No habría permitido que Mike le convenciese de aceptar un acuerdo tan ridículo. Sí, la mujer necesitaba ayuda, eso era innegable, pero probablemente un poco de dinero hubiese servido. Él se irguió a la par que esa idea cobraba vida. Tal vez no era demasiado tarde. Podría darle dinero para una habitación de hotel y sacarla de allí. 

Se dejó caer hacia atrás en su silla. No, esa no era la solución, tampoco. Los hoteles en Dawson eran poco más que tiendas de campaña y chozas con señales colgando de las entradas. Sería un lugar infernal para una madre y su bebé. Suspirando, se apartó el plato. No había nada más que hacer que aceptar la situación.

—Gracias por la cena —dijo, poniéndose de pie para sacar su reloj de bolsillo. — Son casi las diez, y tengo que ultimar unas cosas en la tienda antes de... Antes de irme a dormir. Volveré dentro de un rato.

Madison asintió con la cabeza y lo vio irse, su corazón latía con temor. Era tan alto, tan ancho de espaldas, que podría hacer con ella lo que quisiera y ella no podría ofrecer ninguna resistencia. 

Levantándose de su silla, se dirigió al lavabo y comenzó a lavar los platos, mientras que los minutos se desgastaban como la pastilla de jabón entre sus manos. Escuchó el sonido de sus pasos saliendo fuera, pero no oyó nada excepto la música lejana de un banjo de uno de los saloons, que provenía de la calle.

Se decía que Smith era un hombre peligroso, pero Zacharius admitía que era un caballero. 

Echó un vistazo a la gran cama mientras levantaba a Annie de la cuna improvisada para darle de comer. Por un momento pensó en poner al bebé en medio del colchón, pero decidió no hacerlo. Usar a Annie como escudo sería un error. 

Cuando el bebé se tomó toda la leche y se quedó dormido profundamente, Madison puso a la pequeña de nuevo en su caja y empezó a desnudarse para meterse en la cama. Vertió agua caliente en el recipiente que había en el lavabo de la esquina, mojó su cara y su cuello. Soltó su pelo del nudo en el que estaba atado y lo aflojó con sus dedos, luego se detuvo, con las manos todavía entre su cabello. Había un pequeño espejo colgado en la pared, y ella dejó caer su mano hacia el moretón que el puño de Will le había dejado.

Su espejo de mano se había roto en el camino hasta allí, y de vez en cuando se había visto a sí misma en algún escaparate. Pero no se había visto en condiciones durante semanas, mucho antes de que Tybur la golpease.

𝙻𝚊 𝚂𝚎ñ𝚘𝚛𝚊 𝚂𝚖𝚒𝚝𝚑 | Erwin SmithWhere stories live. Discover now