#52. De la familia de Frederick

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Frederick me lleva a su casa. Lo hace luego de reírse de mí y apretarme la nariz. Antes de tomar el taxi, me hace burla por la pequeña mentira que le he contado a mi madre, e incluso me inventa otra que puedo decirle para justificar que la supuesta pijamada se acabara antes del día siguiente, pero declino la idea. Lo hago porque no quiero enfrentar a mamá, no tanto por el hecho de que me descubra, sino más bien por su estado de ánimo en los últimos días. Hablar o hacer cualquier cosa con ella o cerca de ella, se ha vuelto tedioso, rayando en lo insufrible y no quiero pasar por eso esta noche. No lo quiero porque sigo escuchando las palabras ebrias de Bruno y, en definitiva no lo quiero porque ella, o eso, o lo que fuera, sigue estando allí rondando a mi alrededor.

Antes de entrar a su casa Fred me pide que sea silenciosa, dice que de seguro sus padres ya están dormidos, pero que es mejor no hacer alboroto. Abre la puerta y me deja pasar, es cuando su precaución la rompe alguien que no soy yo.

Un perro aparece en la sala, meneando un rabo pequeño y lanzando ladridos molestos. Se acerca hasta mí, mientras Fred lo chita y olisquea mis pies, luego corre hasta Fred e ignorando las peticiones de su dueño, sigue ladrando.

—¿Ángel, eres tú? —Una luz se enciende, colándose por la puerta del inició de un pasillo que da al fondo de la casa, por lo que Fred me toma por el brazo y me arrastra con rapidez por allí, abre la puerta de una habitación, la que me parece queda al final y entramos, antes de cerrar la puerta grita.

—¡Si, ma! —Cuando cierra la puerta escuchamos otra que se abre y supongo que es la que hemos dejado atrás, con aquella luz encendida.

—¿Cómo estuvo la fiesta? —Fred lanza un suspiro mientras cierra los ojos. Lo envidio, si soy sincera. Porque si yo hubiera llegado a esa hora a mi casa, lo último que mamá hubiera preguntado habría sido eso.

—¡Bien!

—¿Te drogaste? —Fred me mira y no puedo evitar mi mueca de sorpresa, pero él ladea una sonrisa.

—Que no uso drogas, ma.

—Ah, qué bueno. Descansa.

Y sin más, la conversación entre gritos a través del pasillo acaba. Escuchamos el sonido de una puerta cerrarse y luego todo quedar en silencio. Es extraño, es como si acabara de entrar a un mundo totalmente nuevo. Las paredes son de color azul celeste y la cama tiene cobertores blancos. Al lado de la cama hay un escritorio sobre el cual descansa un laptop cerrado y unos cuantos utensilios de papelería. Veo sus libretas y algunos marcadores desperdigados.

Él no enciende la luz del techo, en cambio pone a funcionar la lámpara que tiene en el escritorio, la cual brinda una luz tenue. Se saca su sudadera y camina hasta al armario, suelta una risa y me dice.

—Mamá nunca me lo ha dicho, pero creo que en su momento usó drogas. Por eso siempre me pregunta.

—¿Qué te hace pensar eso? —Me siento en la cama, es suave y supongo que es cálida.

—Fue hippie en sus años de adolescente. Era de las que pregonaban el amor libre y todas esas cosas. Mi abuela siempre habla de eso. —Se saca los zapatos y los arroja dentro del armario, haciendo ruido en la madera—. Quizás por eso no tengo la necesidad de decirle a mi madre que fui a una pijamada cuando...

—Deja de burlarte —lo interrumpo, haciendo que se gire con aquella sonrisa que a veces quiero creer que solo usa conmigo—. Y a todas estas, ¿qué fue lo que le hicieron a Damián a ciencia cierta? —Su sonrisa se ensancha mientras se acerca y se deja caer en la cama junto a mí, pero no me lo dice, en cambio contesta.

—Lo sabrás el lunes.

—Los ayudé, al menos adelántame algo. —Lo piensa un instante, dejando salir un sonido de sus labios apretados, dando énfasis a su expresión y vuelve a negarse, haciendo que me cruce de brazos y le clave una mirada.

Pero todo se detiene allí, al menos para mí. Giro el rostro de golpe hacia la derecha, reviviendo todos mis temores de más niña. Están volviendo, pero no lo entiendo, siempre aparecen cuando me siento mal, cuando estoy sola o triste. ¿Por qué ahora? ¿Por qué vienen ahora?

Él gira el rostro al mismo punto que yo y luego se vuelve hacia mí, preguntándome si todo anda bien. Lo pienso, ¿es el momento de contárselo a alguien? Ese secreto vergonzoso que llevo años ocultando. Lo miro, yo confió en el chico frente a mí, más que nada, yo necesito del chico frente a mí, pero aun así es tan duro.

—Lydia publicó la capsula. —Eso es lo que digo, y ni siquiera lo pienso. Solo sale, como vomito incontrolable, camuflando mi verdadero dolor. Su mirada deja de ser dulce, se endurece y la sorpresa toma control sobre su rostro, luego la incredulidad lo hace hablar.

—¿Lydia? —pregunta, meneando la cabeza—. ¿Por qué haría algo como eso? ¿Por qué sospechas de ella?

—No es una sospecha, ella misma me lo dijo. Hoy en la fiesta, antes de conseguirnos afuera. —Él me aparta la mirada, medio pensativo medio molesto—. Dijo que estaba molesta con todos porque nadie la toma en serio, esa fue su excusa. —Fred se pasa una mano por el cabello, alborotándolo más de lo que ya está y finalmente dice.

—No digamos nada. —Alza el rostro y agrega—. Ya ha pasado tiempo desde entonces y muchos ya lo han superado, ¿para qué volver a abrir esa herida?

—Lo dices por Ceci.

—Lo digo por todos. —Nos miramos, tiene sentido, pero se siente mal. Se siente como si los demás tuvieran derecho a saber el culpable de su sufrimiento—. Pero, ¿por qué te lo dijo?

Y se lo explico, sobre mi conversación con Bruno y sus acusaciones, sobre como Lydia lo escucha todo y cómo decide contarme, al parecer, movida por algo parecido a la culpa. Frederick se ríe, lo cual encuentro extraño, hasta que dice.

—Bruno es un caso perdido.

—¿Quién pensaría que era así? —digo observando la laptop cerrada del escritorio. Pero no hablo solo de Bruno, hablo de todos. De Lydia, de Nicole, de las doble letras, de Ceci, de Frederick e incluso de mí. ¿Quién pensaría que soy como soy?

—Oye, hay algo que he venido queriendo hacer desde hace tiempo, pero. —Se detiene, como si estuviera meditando con mucho cuidado sus siguientes palabras. Así que lo miro, sintiendo como un pequeño rubor se extiende por mis mejillas.

—¿Qué? —De seguro existen mil maneras de preguntarle a qué se refiere, pero como siempre escojo la más simple, la más seca, la que me hace hablar menos, pero por algún motivo eso no lo desmoraliza, sino todo lo contrario, es como si mi timidez que de seguro es muy obvia en aquel instante, lo instara a sonreírme y lanzarse hacia adelante. Y lo dejo porque también lo deseo desde hace mucho tiempo, desde antes de que la capsula del tiempo se publicara. Hasta me cuestiono desde cuando lo deseo con exactitud.

¿Es desde cuando nos cruzábamos en los pasillos de camino hacia la consejera escolar? ¿Es desde cuando le parto la nariz con la puerta del baño de chicas? ¿O es después? ¿Cuando empezamos a hablar en los recesos, al término de las clases, de camino a las tiendas de comestibles, mientras fumamos un par de Lucky Strike en el patio trasero del instituto? ¿Desde cuándo?

No importa desde cuando comenzamos a desearlo, importa que esté pasando. Que sus labios chocan con los míos y que me encanta. Que aquellas cosas que escucho a mí alrededor se callan por un instante, como si también nos estuvieran viendo, como si envidiaran sus manos sosteniendo mi rostro, como si anhelaran ser yo. Pero alguien más nos interrumpe y no son ellas, es un señor con ceño fruncido que abre la puerta de la habitación, es un señor que Frederick llama papá y que no se ve nada contento.

Y diría que es una situación vergonzosa, si no fuera por lo que pasa después.


Zarzamora.

De la vida y otras cosas #1 [El blog de Zarzamora]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora