41. El último beso

5.5K 483 156
                                    

Un día mi abuela me habló sobre la muerte. Recuerdo escucharla decir que morir era como ir a un campo de rosas. No sé si lo dijo porque las rosas eran sus flores favoritas y la muerte suponía estar rodeada de lo que era su definición de amor. O tal vez, porque antes de que el cáncer de mama se la llevara me hizo prometerle llevarle rosas todos los días a su tumba. Supongo que haces cosas como esas cuando la mitad de tu corazón muere; lo llenas de rosas. Simples, clichés y bonitas rosas.

Observo el ramo de rosas azules en mis manos. Mamá me ayudó a quitarle cada una de las espinas y envolvió el ramo en una cinta gris para mí. Gris y azul. Colores tan distintos que no te imaginarías que podrían dar paso a un tono aún más bonito. Como el cielo en los días no tan soleados pero tampoco lluviosos.

Un intermedio entre la luz y la oscuridad.

Un intermedio entre ambos.

A casi treinta minutos de mi casa en coche hay una playa que casi nadie conoce. Mi madre me llevó allí a surfear por primera vez y casi puedo recordar el fracaso que fue. Era tan pequeña y escuálida para montar una ola que juraría que tragué la mitad del agua del océano ese día, pero también, algo se encendió en mí y me atrajo a intentarlo de nuevo como una polilla a la luz. Me caí cientos de veces. Me dolieron los brazos de tanto nadar. Todo me sabía y olía a sal. Pero cuando me deslicé por el agua... nunca fui tan libre como en ese momento. Y ahora estoy aquí de nuevo, está vez, para liberar a alguien que no soy yo.

Pongo el ramo de rosas junto a la caja blanca con pegatinas azules de tortugas. La manta que me ha prestado Lila sirve para apoyarme sobre mis rodillas y evitar ensuciarme de arena. A mi lado, alguien se apoya como puede frente a la lápida improvisada. Solo hay un nombre escrito en la roca que encontramos y el verlo allí hace que un peso se instale en mi corazón.

Pasamos algunos minutos en silencio, simplemente sumiéndonos en nuestros propios sentimientos. Por mi parte, me despido silenciosamente y con manos temblorosas dejo la gorra al lado de las rosas y la caja. Veo sus ojos grises mirándome directamente cuando me levanto, alisando los pliegues de mi blusa blanca. Aunque la tarde es fresca sé que empezará a hacer frío en unas horas cuando la marea baje.

Le doy una sonrisa que no llega a mis ojos.

—Quédate el tiempo que necesites. Estaré en el coche.

—Vale —Él acaricia uno de los pétalos azules, sin mirarme—. Gracias.

Quiero abrazarlo por lo triste de su mirada. Como si fuera un niño pequeño de nuevo, perdiendo aquello que más quiere. Sin embargo, existen heridas que no somos capaces de sanar con otros. A veces, tenemos que ser nuestros propios héroes.

Así que doy media vuelta y vuelvo al coche en silencio. Pongo alguna canción de su lista de reproducción y mi cabeza choca contra la ventanilla cuando me inclino en busca de una pequeña siesta. No tengo idea de cuánto duermo, pero lo único que consigue despertarme es el sonido de la puerta del copiloto abriéndose y cerrándose.

Exhalo mientras estiro los brazos delante de mí.

—¿Estás bien?

Parker me estudia brevemente. Veo una serie de emociones pasar por su rostro antes de que me dedique una pequeña sonrisa.

—Lo estoy.

Pongo mis labios contra los suyos, simplemente porque sí. Porque deseo besarlo. Y porque desde que se despertó hace unas semanas en el hospital tengo la necesidad irrefutable de estar cerca de él. De iluminar su mundo como lo hace con el mío.

El doctor dijo que todo estaba bien en su cabeza y que iba a necesitar ir a terapia por su pierna rota, pero no había nada de qué preocuparse además de eso. Lo que nadie intuía, como yo, es que su cabeza no era el problema. Sino su corazón. Aquel corazón que soportó tanto en silencio hasta que finalmente lo encontré.

Entre besos y olas✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora