Epílogo

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El taller no es tan malo como parece. Me dan tiempo para tomar unos mates bien dulces y lavados, eso en el campo no pasa nunca. Ya falta poco para que me paguen y es un montón de plata. Mucha más de la que alguna vez creí que podía tener. Ahora mi hermana podía tener un guardapolvo que no fuera donado. Después de una larga jornada pude volver a mi casa.

Mi mamá estaba haciendo guiso cuando llegué y como siempre hacía en cantidad, no se me ocurrió mejor idea que invitarla a Mía. Quería explicarle todo y pedirle perdón. Ella me había invitado a su casa hacía unos días a cenar, así que pensé en devolverle la invitación. No sé si es del tipo que come guiso, no lo parece. Creo que ellos comen solo comida cara. Pero ella se adapta re bien a todo, el día que la llevé de picnic comió casi todo lo que había, me sorprendía como podía mantenerse tan flaca.

Nunca me gustaron las chicas delgadas, esas que salen en la tele y están en los carteles de la calle. Todas insulsas. A mí me gustaban las minas con carne, con lugar para agarrar y los brazos fuertes de revolver por horas la olla de estofado. Mía es diferente. Es hermosa por donde la mires, incluso así de delgada. Con las manos finas y pequeñas, vírgenes de trabajo. No es muy alta, pero tiene las piernas largas.

Y no voy a pensar en el culo que tiene porque recién me siento a cenar.

La llamé dos veces y no me atendió, pero no era un horario en el que ella estaba comúnmente dormida. Quizás por las clases estaba cansada. O claramente me está ignorando, yo también lo haría. ¿Tendría que buscarla a la casa?

Sheila apareció con uno de los vestidos que Mía le regaló. Los tenía pegados al cuerpo y no había forma de sacárselos, eso que le quedaban gigantes. Hacía frío para que esté solo con eso, así que la mandé a abrigarse. Traje de mi habitación la estufa eléctrica y la conecté en la cocina, que junto con el calor de la olla habían logrado calentar un poco el ambiente. Septiembre estaba siendo un mes extrañamente frío por la noche.

Volví a llamarla pero seguía sin responder.

―¿Qué tal el taller? ―Preguntó mi mamá cuando me estaba sirviendo el segundo plato.

―Bien, de eso quería hablar. Ya me pagaron. Mucha plata.

―Qué bueno, hijo. ¿Qué te vas a comprar?

―Un guardapolvo para la Shei que el de ella está re viejo. Otra estufa, también puede ser.

Me miró con cara de desaprobación.

―Yo ya te dije que no. La plata que vos hagas trabajando es tuya, para tus cosas. De la casa me ocupo yo.

―Entonces, todo lo que voy a comprar lo voy a hacer porque quiero, no porque lo necesitamos. ¿Contenta?

Fue suficiente para que se pusiera de mal humor el resto de la cena.

―Acordate de ira la salita mañana. Ya te comprometiste a hablar con esos chicos.

Asentí. La charla con los de rehabilitación. Me lo ofrecieron los enfermeros porque vieron que esa era una buena distracción para mí, y que ese ejemplo les servía a los chicos que habían estado en la misma situación que yo. Tendría que darme vergüenza haber aceptado.

Salí a dar una vuelta por más que mi mamá me lo advirtiera varias veces. Tapado totalmente por el frio, esquivé todas las esquinas que pude para no cruzármelos. Cuando logré despejarme y dar la vuelta me sentía más relajado.

―¡Paco! ―Gritaron desde la calle de enfrente.

La puta madre. Quise hacerme el sordo, pero sabía que sabían que los había escuchado, así que me giré con lentitud.

Salvando a MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora