Capítulo 1

420 23 2
                                    

Me tratan como si fuese una completa extraña, cuando en realidad, esta camilla es más cómoda que mi propia cama. La enfermera ya se equivocó tres veces, por lo que un círculo violeta y azul comenzó a formarse alrededor de la aguja del suero.

Franco vino en lugar de mi papá. Me trajo una mochila con algo de ropa y un tupper con comida que fuera realmente comestible. No me gustaba la forma en la que se preocupaba por mí. Siempre atento a solucionar cualquier mínimo error que pudiese cometer.

El médico llegó con la prescripción del alta, no sin antes informar que debía regresar en dos semanas para un chequeo general y una visita al psiquiatra. Según él, ya se habían eliminado todos los rastros de intoxicación, sin embargo, esta fue más grave que la última vez.

Me cambié con la ropa que Franco me trajo, y después de que él firmara como adulto responsable, condujo hasta la casa.

En un momento vivimos solo mi papá y yo, pero después llegó Marisela, y junto con ella, su hijo Franco. Yo era muy chica así que prácticamente nos criamos juntos. Él es cuatro años más grande que yo, pero íbamos a la misma escuela. Cuando notó que mi papá rara vez recordaba que tenía una hija, supo que tenía que ocuparse de mí.

Había dejado atrás las charlas motivacionales, porque ni con eso podía frenarme. Y sabía que las miradas de lástima me enfurecían, entonces solo se limitaba a darme un corto abrazo.

La casa, mejor dicho, mansión, estaba vacía excepto por mí. Franco me dejó en la puerta y se fue para seguir con el resto de las clases de medicina. En mi cuarto todo estaba igual. El personal tenía prohibido la entrada al lugar ―excepto por Paula, claro―, por lo que estaba ante un terrible desorden. Ropa tirada, tazas con restos de café, papeles inundando el escritorio y mugre por todas partes. Sobre la cama deshecha, había una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Una tarjeta con mi nombre fue suficiente para lanzarme a abrirlo.

Un teléfono. Obra de Franco, seguramente. Pero no entendí cómo sabía él que ya no tenía mi antiguo celular. Me replantee la necesidad de aceptarlo. Me deshice del anterior porque no quería saber nada con los demás, por lo que tendría el mismo problema si utilizaba uno nuevo. Pero no podía quedarme completamente incomunicada, así que lo tomé de todas formas.

Haciéndome pasar por mi papá, envié un correo a la escuela informado que su hija no podría asistir en toda la semana.

El deje caluroso de marzo era sofocante. No había el suficiente calor como para meterse a la pileta, pero no había un frio considerable, entonces la humedad aumentaba el triple. Igualmente me preparé un café y un libro para leer en el patio.

Para la entrada de la noche, ya me encontraba divagando por Instagram. Lo mismo de siempre que no me sorprendía, pero busqué en las publicaciones de mis compañeros de curso para ver si en alguna salía Paco. De él recordaba el nombre aduras penas, pero la cara la tenía presente, porque no me olvido de quien me tira miradas de lástima. Había sido tan tonta que ni el apellido me atreví a preguntar, más no pensé que volvería a ocupar mi mente. Quizás de él no sepa nada, pero nuestro encuentro quizás le haya revelado mis intenciones.

Y que tonta, además, por haberme mostrado de esa forma.

La primera respuesta que los niños ofrecen ante la pregunta "¿Qué querés ser cuando seas grande?" Suele ser bombero o veterinario; pero yo, que tengo la manía de ir contra la corriente desde chica, respondía muerta. Las maestras miraban horrorizadas ante tal descabellada palabra, al punto de llamar a mi papá en varias ocasiones, pero ese siempre fue mi objetivo.

Salvando a MíaWhere stories live. Discover now