Capítulo 12

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En el resto de la semana mi mamá no dio señales de vida. No se contactó ni con mi papá ni conmigo, pero tampoco la policía la encontró en la casa. Muy lejos no se puede haber ido porque, no solo que no tiene un peso, sino que además le debe plata a los tipos que le pasaban la droga. Fue un cúmulo de cosas que se fueron destapando con el pasar de los días, le encontraron más sustancias en la casa y otras deudas de hace años. A mí digamos que mucho no me importa, pero mi papá se está poniendo el caso al hombro y se volvió insoportable. Ya no puedo cruzármelo por la casa que arranca a los gritos. Mucho más que hacerle no hay, todavía me quedan dos semanas de vacaciones y lo único que hago es quedarme en la casa.

La asistente social me quiso poner a una psicóloga, así que hacia allí me estaba llevando Gabriel. Ya estaba decidida a no contarle nada, no necesito ayuda. Hay gente que realmente está mal, pero yo estoy hecha una joyita. ¿Les parece que voy a dejar que lo de mi mamá me afecte tanto? Por favor, como si no me conocieran. Hace tiempo si lo hizo, pero ya no tengo más nueve años.

Una vez dentro del consultorio, me dio lugar en un gran sillón y me ofreció caramelos. Rechacé ambas propuestas.

―Acá estoy bien ―dije mientras me sentaba en la silla frente a su escritorio.

―Bueno Mía, ¿Qué te parece si armamos tu ficha?

―Para qué, si esos datos usted ya los tiene.

―Porque parte de la sesión implica que te conozca personalmente.

No dije nada más.

No dije nada más en los próximos cuarenta y cinco minutos. Me quedé mirando las pinturas que decoraban el cuarto y me hacían acordar a los que hacía mi profesora Muriel.

―Me gustaría que vuelvas a la próxima sesión ―dijo cuándo me acompañó hasta la puerta.

―A mí no.

Gabriel me llevó de nuevo hasta mi casa pero deseaba internamente aparecer en cualquier otro lado. Bajo tierra estaría bueno.

El estudio estaba vacío cuando fui a relajarme. Chaikovski resonó tranquilo en los parlantes, y el espejo y la barra me invitaban a unirme.

Uno.

Dos.

Tres pasos. Pies en punta.

Plié.

Levanté la cabeza y me vi como antes, sosteniéndome en la punta de mis pies con un traje de brillos y un tutú amplio. La corona me quedaba más grande que el peinado de la cabeza, pero el vestuario me quedaba precioso. Estaba igual que en el último recital en el que participé, el cascanueces.

Paula entró de sorpresa con la merienda pero la vi tiempo después.

―Todavía guardo tus puntas ―dijo.

Paré la música enseguida.

―No. Fue un momento nada más. Gracias por la merienda.

La canción cambió por otra de la playlist predeterminada del estudio, ahora Gardel se hacía presente en las cuatro paredes. Tango nunca volví a bailar y estoy segura de que nunca lo haré. Aunque todavía siento la descarga eléctrica que me generaba en todo el cuerpo cuando me movía con mi compañero al compás de la música. Pocas cosas me hacían sentir tan viva, y es una pena que sean las mismas que me hacen querer aún más estar muerta.

Salvando a MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora