Capítulo 3

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Franco me despertó justo a tiempo. El despertador tuvo la manía de no querer funcionar, así que tomé un jugo tetra brik de la heladera y partí para la escuela. No me gustaba ir sin desayunar, pero no había tenido tiempo ni siquiera de ponerme bien el uniforme. Gabriel, nuestro chofer, estaciona siempre en la entrada principal, le gusta ver que yo entre a la escuela sana y salva. Además, mi papá se lo pidió la última vez que intenté ratearme y me lo crucé en pleno centro.

Victoria ya estaba sentada en nuestro lugar del aula. El pupitre del fondo pegado a la ventana. Yo ventana, y ella, pasillo. Reparé en mi atuendo cuando vi el de ella. Todos tenían puesta la campera de egresados, excepto yo, que manoteé el abrigo de andar por casa: un buzo gris jaspeado con manchas de acrílico y esmalte de uñas. Lo doblé así nomás y lo guardé en el fondo de la mochila.

—Tenés la corbata mal puesta, gorda.

Me dijo.

Efectivamente, tenía hecho un nudo apresurado que parecía un cordón de zapatilla. Paula, mi niñera, era quien por lo general alistaba mi uniforme antes de despertarme, sola no sabía ni ponerme una camisa. Victoria me hizo el favor de acomodarla, y descuidado (quiero creer), me clavaba las uñas acrílicas en el cuello. Se disculpaba pero volvía a hacerlo, y se tomaba un tiempo de iglesia para hacer un simple nudo.

Si bien me llegaban notificaciones al celular, la única que me interesaba nunca apareció. Me pareció absurdo pensar que podría escribirme como si nada. Volvió mis pies a la tierra, eso seguro. Evidentemente, él no estaba pensando en mí como yo lo hacía en él. Quise saber si a su hermanita le había gustado la corona, o si le dijo que yo se la regalé. O por ahí la había tirado en el primer tacho de basura que encontró y posteriormente borró mi número. La profesora de matemática me sacó de mi embrollo y obligó a concentrarme el resto de la mañana.

Cuando por fin había terminado la primer parte de la tortura, Victoria nos trajo a cada uno un menú del día. Siempre me llevaba algo de mi casa, la comida de la escuela no es por exactitud la más apetecible, pero salí tan temprano que mi lonchera quedó en su lugar habitual de la heladera. No había mucho para escoger. La opción era menú vegetariano o menú común. Sándwich de jamón y queso tostado con una porción de papas fue lo mío. Pero por lo general lo servían frio y lo tenían preparado de días anteriores.

—Te re borraste el otro día —habló Santi.

Tomé un trago largo de agua antes de explicarle lo mismo que a Victoria.

—Estaba cansada, me quería volver a mi casa.

—Habíamos acordado en que te ibas conmigo.

Este chico debe pensar que soy estúpida o parecido.

—Sí, lo sé, memoria todavía tengo. Me fui a mi casa a dormir, eso fue todo. ¿Alguna explicación más vas a querer o puedo almorzar tranquila?

Resopló y volvió a comer del sándwich.

Cuando todos terminamos, excepto Victoria que apenas había probado bocado por una dieta nueva que había leído en no sé dónde, nos preparamos para el segundo turno.

El colegio tiene una educación laica y políglota. La primera semana se divide en dos turnos: español por la mañana e inglés por la tarde, y la segunda semana se da francés por la mañana y alemán por la tarde. Los idiomas son lo que menos me cuesta, tuve la suerte de poder viajar con mi papá a diferentes lugares del mundo por mucho tiempo, y además, la escuela era conocida por albergar a varios estudiantes extranjeros. La variación del lenguaje es algo de todos los días.

Salvando a MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora