Epílogo

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♑︎🝤

Estaba temblando. Hacía viento allí arriba, y el vestido que llevaba, no abrigaba lo suficiente. Me aparté de la cara los pocos mechones que se habían salido de mis trenzas, con un gesto brusco. La noche anterior me había hecho mis características trenzas de raíz, pero después de todo lo que había ocurrido aquel día, había mechones que se escapaban.

Miré abajo por tercera vez. Hacia el vacío. Vi a la gente que iba por la calle con prisa. Muchos de ellos con paraguas. Levanté la mirada hacia el cielo. Estaba nublado, completamente gris. Agradecí que no hiciera sol; sería demasiado alegre para lo que estaba a punto de hacer. Respiré hondo. Balanceé por última vez las piernas antes de levantarme. La gente seguía abajo con sus vidas, sin molestarse en mirar hacia arriba o cualquier otro lado, que no fuera el sitio al que se dirigían. Vi a dos niños jugando; dos niños que me recordaron a mí. Y por un momento, por un pequeño y único instante, me sentí de nuevo como me había sentido antes de que aquella locura, aquel macabro juego comenzara. Juego para él.

Me sobresalté cuando lo sentí a mi lado. Se había acercado a mí de esa silenciosa manera en que sólo él sabía hacerlo. Se sentó a mi lado, junto a mis pies. Mi mirada estaba clavada en él. Odiaba con todas mis fuerzas el hecho de que me siguiera fascinando tanto. Su cabello rubio dorado y desordenado. Aquellos ojos negros, oscuros y profundos ahora clavados en el horizonte. Aquellos ojos fascinantes que, aunque me cautivaron, supe desde el principio que no escondían nada bueno. Su tez pálida, tanto que rozaba el blanco, pero que formaba parte de su sublime perfección. Aquella complexión delgada, pero que escondía una fuerza descomunal.

Levantó la mirada para escrutarme él también.

―Hay que tener huevos ―susurró con voz ronca―. Para tirarte, digo.

―Ahora no quiero ni verte.

―Mentira ―afirmó muy seguro―. Te encanta que esté aquí, te encanta que haya venido a por ti. Porque, aunque quieres creer que me odias, no lo consigues, y también te odias por eso.

―¿Y qué? Todo acabará en cuanto de un pequeño paso hacia delante.

―No eres capaz.

―Cuando se está tan desesperada como yo, se es capaz de todo.

―¿Ah sí?

―Es que no lo entiendes.

―Tienes razón, no lo entiendo. Pero sigo sabiendo que no puedes, no te tirarás.

Respiré hondo. Cerré los ojos. Avancé.

Fue un paso diminuto, pero logró alterar a Az. Se levantó a toda prisa, y lo supe porque, por primera vez desde que lo conocía, había hecho ruido; había perdido toda la gracilidad y elegancia que lo caracterizaban, para, al levantarse hacer todo el ruido que no había hecho en su vida. Abrí los ojos y lo miré.

Vi en su expresión la preocupación y la desesperación mezcladas, pero también culpa. Volví a mirar al frente, aunque su mirada seguía fija en mí.

No me lo podía creer. Lo había querido. Lo había querido como si los corazones no se rompieran. Aunque no pudiera besarlo, porque significaría la muerte. Lo había querido de la mejor manera, porque lo había amado por encima de la posibilidad de estar juntos, y me había quedado a su lado. Sin embargo, él sólo había jugado conmigo todo ese tiempo. Y quería odiarlo. Pero no podía. Tal vez mi amor era más grande. Y me odiaba a mí porque aquello fuera cierto.

Lo miré de reojo. Estaba dudando; no sabía si cogerme o no; no sabía si me tiraría si se acercaba. Una sonrisa torcida curvó mis labios. Sin mí, perdería todo aquello que tanto le gustaba sentir, perdería las emociones.

Me giré hacia él por completo. Di un paso hacia él, hasta que las puntas de nuestros zapatos se tocaron. Me puse de puntillas. Nuestros labios a punto de rozarse. Sabía lo que estaba a punto de hacer, sabía lo que iba a ocurrir cuando lo hiciera. Y no me importó, ya nada lo hacía.

―¿Sabes?, nací de lágrimas. Por eso odio mi nombre. Me llamo Eloa.

Yo sabía que era complicada, siempre lo había sido. Me daba igual todo. A pesar de todo, lo seguía queriendo. No podía evitarlo, amaba al asesino de mi padre. No existía nada más que él, y lo que iba a hacer; más allá de las consecuencias.

Puse mis labios sobre los suyos. No me sorprendió que me correspondiera el beso al instante. Nuestros labios se fundieron desesperados. Mis manos se dirigieron a su pelo despeinado y las suyas a mi cintura. Puse una mano en su nuca para acercarlo más a mí. No comprendía por qué no moría, por qué no caía entre sus brazos. Tampoco eso era cierto.

Todo el amor, la ira, tristeza, desesperación y deseo que sentía se mezclaron en aquel beso. En aquel beso desgarrado. En aquel Beso de la Muerte.

Al separarnos ambos teníamos la respiración irregular. Az tenía los labios enrojecidos. Nos miramos fijamente a los ojos. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, la culpa oprimió mi pecho. Acababa de besar al asesino de mi padre, al monstruo que me había mentido y había jugado conmigo; pero por encima de todo, había besado a Az. Y estaba enamorada de él sin remedio.

La culpa empezaba a pesar demasiado. Dolía tanto... No lo soportaba. No podía vivir con aquello.

Di un paso hacia atrás, para alejarme de Az. Cerré los ojos. Me dejé caer.


Continuará...




Y, tú que puedes, lector,

vuelve atrás en las páginas

y despídete de ella

por mí...

-Az-

El Beso de la Muerte. #1   [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora