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Agua. Era todo lo que mi mirada alcanzaba a ver. Y mis piernas no podían más. Desconocía cuánto tiempo llevaba nadando, pero llevara lo que llevase ya estaba agotada. La playa estaba demasiado lejos, tanto que apenas se distinguían los colores de las diferentes toallas y sombrillas que había en la arena. Di vueltas sobre mí misma, intentando localizar a mi padre, al que había perdido de vista hacía rato. Cuando estaba de espaldas a la playa, vi que una enorme ola se cernía sobre mí, no tenía tiempo de apartarme, para cuando iba a empezar a intentar escapar, ya estaba dentro de la ola. Tragué agua, no conseguía que mis pulmones recibieran oxígeno de ninguna parte, no podía respirar... Acabé en la orilla, tumbada de lado y escupiendo agua. A nadie le llamé la atención, nadie se paró, aunque fuera un segundo, a ver si estaba bien. De repente vi a mi padre arrodillado a mi lado, ayudándome a incorporarme con una de sus manos en mi espalda. Terminé de toser y miré a mi padre, con unas imperiosas ganas de llorar.

―Ya está, no te preocupes. ―Lo abracé con fuerza―. Si no nadas, te ahogas, pequeña.

Abrí los ojos, y lo primero que sentí fue la luz que entraba por la ventana cegándome. Cerré los ojos de nuevo, y lo siguiente que sentí fue algo completamente helado pegado a mi mejilla. Abrí otra vez los ojos y me aparté de manera apresurada. Había estado apoyada sobre el pecho de Az, que dormía boca arriba, con el torso desnudo y la sábana hasta la cintura. Me preocupó nuevamente, que tuviera aquella temperatura. No era normal, no podía ser. Era un frío de otro mundo.

Puse una mano sobre su brazo, que estaba igual de frío que su pecho, y lo zarandeé para que se despertara. Se quejó mínimamente y abrió los ojos. Frunció el ceño al ver mi cara.

―¿Qué te pasa ahora?

―Estás helado. Tienes que ir al hospital. ―Me levanté de la cama y me agaché para coger los vaqueros que había dejado tirados en el suelo la noche anterior.

―No. No puedo. ―Apoyó la espalda en la pared.

―Escúchame ―le dije mientras me incorporaba para mirarlo a los ojos―. La temperatura que tienes no es normal, tal vez estés enfermo, o peor. Vamos a ir al hospital.

―¿Qué tal si tú te preocupas por ti? Yo haré lo mismo.

―¿Te preocuparás por ti e irás al hospital?

―¿Qué? No digas tonterías, me preocuparé por ti también ―dijo mientras sonreía de lado.

―Te digo que tu temperatura no es normal.

―De donde vengo lo es.

―¿Y de dónde vienes? ¿Del mundo de los muertos?

Su expresión se transformó en una de completa seriedad. Fue a responder, pero el sonido de mi teléfono lo interrumpió. Lo saqué del bolsillo de mi pantalón y casi me caí al suelo. Era mi jefe. Era el hombre que llevaba el local en el que había muerto una chica y del que yo me había ido corriendo con Az. Antes de responder me fijé en que tenía unas trece llamadas suyas más. No había escuchado ninguna, hasta ahora, a las seis de la tarde.

―¡Az! ¿Cuánto hemos dormido? ―susurré, enfadada con los dos.

―No sé... ¿Unas diecisiete horas?

―¡Diecisiete horas! ―exclamé. Mi teléfono seguía sonando en mi mano con una estridente y horrible melodía. Lo destapé para responder la llamada.

―¡Vamos a ver, como quiera que te llames, ¿dónde cojones has estado las últimas dieciocho horas?!

―Frederick ―solté una risa nerviosa―, pues verás, es que...

El Beso de la Muerte. #1   [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora