Capítulo XXXIV: "¿Qué queréis de mí, Su Alteza?"

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—¡Chico, despierta!

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—¡Chico, despierta!

Le costó un poco separar los párpados cuando escuchó la voz de tono agudo. Ante sí y a contra luz, en la barraca se hallaba una figura extraña. Lysandro se sentó y se talló los ojos para poder mirarla mejor, ahí se dio cuenta de que era la mujer que acompañaba siempre al primer príncipe.

—Su Alteza te aguarda.

La noche anterior se durmió con la esperanza de sentirse mejor al despertar, pero no fue así. El nudo en la garganta continuaba, también las ganas de llorar y la sensación de que su vida era un sin sentido.

Se puso las botas y el resto del uniforme de cuero ennegrecido con dolorosa lentitud; ató la espada al cinto y salió tras la mujer, más cansado que cuando se acostó por la noche. Ella le dio las indicaciones de las cosas que tendría que guardar en las alforjas y luego cargarlas a los caballos. Una sexta de vela de Ormondú después, cuando apenas el sol despuntaba y empezaba a cubrir de plata el cielo, se pusieron en marcha.

Eran solo ellos tres: La bruja, Viggo y él.

Cabalgaron en silencio durante un buen rato hacia el este, fuera de Aldara. La mujer era quien los guiaba, parecía conocer al dedillo los caminos que recorrían y el príncipe le obedecía sin dudar. El destino era el bosque de Naregia, por el cual Viggo sentía gran curiosidad.

El trayecto a caballo se tornaba perturbador. A Lysandro no le importaba los paisajes que recorrían, ni el tibio sol de la mañana contra su piel, mucho menos la brisa que le agitaba el cabello, los pensamientos intrusivos no le daban descanso. A pesar de que la noche anterior tomó la resolución de continuar adelante con su vida, los recuerdos de Fingbogi y de su pasado en el Dragón de fuego no dejaban de sucederse en su mente, mezclados con la dulce imagen de Cordelia y su infancia al lado de sus padres.

Si la tranquilidad continuaba, si no hallaba pronto algo en qué ocuparse, acabaría enloqueciendo de rabia y dolor.

—La primera vez que maté un hombre tenía quince años —dijo de pronto el príncipe, sacándolo de golpe de sus pensamientos—. Casi muero aquella vez. Mi padre todavía no era rey y cuando se enteró del atentado y de que yo no supe defenderme, de que maté a ese hombre solo por la benevolencia de los dioses, decidió pedirle a su amigo, tu padre, que me entrenara.

Los rayos dorados se filtraban entre las ramas de los árboles e iluminaban al príncipe dándole un aspecto áureo. El hombre cabalgaba sereno, mientras le platicaba con la mirada al frente, mirando a Ravna delante, guiarlos. Lysandro lo contemplaba con los ojos muy abiertos. De pronto quiso que le contara más de su padre, escuchar de boca de otro algo de él.

—Todo lo que sé del arte de la espada, de la técnica Sterk brandr, lo aprendí de él. Su honor y su honestidad eran un ejemplo entre las tropas, algo que siempre admiré y he deseado con fervor llegar a tener algún día.

El escudero agachó la mirada, primero entristecido y luego furioso.

—Si era tan buen hombre —dijo en un tono de voz más alto del que hubiera deseado, ¿por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué traicionó a su rey?

El amante del príncipeWhere stories live. Discover now