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Yo le dije que había observado que mientras todos los


testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había


un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o


áspera, como uno de ellos la había calificado.


-Esto es evidencia pura -dijo-, pero no lo particular de


esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero,


no obstante había algo que observar. Como ha notado usted los


testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello


había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste


su particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un


italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés


intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un


extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un


compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de


una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce, sino todo lo


contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que


«hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado


familiarizado con el español». El holandés sostiene que fue la


de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma,


el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el


inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no


entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un


inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene


ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz


de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un


ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la


voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está,


como el español, «seguro de ello por su entonación».


Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para


que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas


inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no

Los Crímenes de la calle morgue (COMPLETA)- Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora